LA LEY DE LA GRAVEDAD



Bajo el peso de quien se gana la vida ayudando a los indefensos se esconden los grandes demonios de la miseria humana. Es allí, donde yace invisible, que se oculta tal ignorancia y el arrebatado interés porque así permanezca. Un mostrador romo precede el lugar, donde las víctimas de mirada evasiva reservan su desdén hasta que lo evidente se revela por sí solo. Vestido de quis per la pasea su cuerpo hilarante, dando pasos cortos y disgustada su frente sinuosa y enrojecida, arrastrando camas vacías para su propio divertimento a la espera de ser devoradas por su obtuso apetito superior. Almacena mientras su sangre para el mejor postor, derramándola como un latente hilo vocal a su antojo. Limitados, pasábamos el tiempo en su lista de espera, desheredados en la huída, y ninguno nos privábamos de sus promesas, ansiosos en nuestro turno por entrar. Tras su amplia vidriera cristalina quedaban la alegría y cierta despreocupación por lo que en su interior sucedía. La Ley de la Gravedad se subdividía en competencias estrictamente delimitadas a las cuales nadie ajeno se permitía aproximarse, siendo cada uno propietario de un ingrediente de tal secreta fórmula.

Infantes nacidos, sostenidos, llorosos y gritones. Voltean y giran en su ansia aún desconocida. Ancianos silentes, sostenidos, en su reposo estéril. Vivos y muertos sostenidos, con la ambigua pretensión de su camino. Todos llantos, atracciones, cambios de invitación estacional.

Singularidad. Autonomía. Libertad.

Josefa Heredia airea sus pulmones, parcialmente desnuda a sus setenta y tantos, susurrando barrancos y fresas. Una nueva compañía se desviste a su lado, aún inconsciente y hablando inglés. Bellos ojos que se cierran mientras oculto a mi padre entre mis brazos para llevarlo al bar más cercano. Una hermosa joven entreabre la puerta y asoma sus secos labios, los mismos que me piden enmascararme para hacerle compañía. Aires volantes, antibióticos y antivirales. Mediciones, indicaciones, contradicciones… ausencia de sabores. Siempre blanco y azul bajo este cielo techado. Gente llegando, siempre más gente. Frente a ellos, alrededor, nunca a mi lado. Junto a mí sólo ronquidos empolvados sobre sillas vacías y sábanas arrugadas que estirar.

Nuestro linaje se extinguirá mientras atravieso linealmente el camino a su olvido. Como un suspiro mi alma corresponderá ahora al mundo de los sueños, y ésta, mi existencia, es lo único que poseeré como propio. Los que se hacen llamar cognitivos mienten. El diseño de La Trama es frágil, una sola rasgadura bastaría para confundirla. Albert Einstein supo reconocer la inhibida dualidad de Aristóteles en una sublime relación que entremezcla el subconsciente y su gran antagónico, portador de tan largas y oscuras penas, atrayéndose mutuamente. La distancia es la clave, y hacer trampas es posible. Futuro desconocido, pautas. Creencia, deseo, intención... físicamente reconozco al OTRO que fiel a su cometido me busca. Tangible como mis necesidades más ocultas, imitable cual artificio mecánico. Genial, en su término más purista, él será ahora mi espejo intermitente, pues no es sino una ilusión ficticia que aporta más lugares a este tiempo.

Regreso frente a la puerta de Josefa, ya cerrada, y una silla de ruedas se desvía acompañada. A través de la salida de incendios los astros perecen calmos, y todo ha quedado en un molesto silencio. Atrás permanecieron vasos plásticos y servidumbres usadas, tubos engomados y ceras ennegrecidas, también luces olvidadas por los lentos pasantes. Hijos sin madre, padres sin sueño, visitas de antesala y vacías. Camino hacia una cocina escondida en los sótanos de urgencia, entre pasillos cerrados que yo abro insistentemente, con cierta irreverencia. Siempre humo en la entrada mientras pasan las horas aferradas a su pulcra superficie repleta de engaños, manchadas con sangre, sin prisa. Quince minutos pensando en atravesar esta pluma en mi cuello. Parada respiratoria, entonces me rodean por todas partes. Hablan a trompicones, repetitivamente, y no les entiendo. Acabaron arrojándome a patadas y les agradezco aquello.

Ases y ochos.

Ahora, sin espacio que habitar, continúo aspirando y continuamente mojado observo al día. Un niño desgraciado se acerca hasta mi posición, junto a la acera, y acaba con mi resto sobre un sucio charco de lluvia, dejándome allí tirado. Nuestra vida siempre caerá por su propio peso, tardía o precipitadamente, a nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado.