LA LEY DE LA GRAVEDAD



Bajo el peso de quien se gana la vida ayudando a los indefensos se esconden los grandes demonios de la miseria humana. Es allí, donde yace invisible, que se oculta tal ignorancia y el arrebatado interés porque así permanezca. Un mostrador romo precede el lugar, donde las víctimas de mirada evasiva reservan su desdén hasta que lo evidente se revela por sí solo. Vestido de quis per la pasea su cuerpo hilarante, dando pasos cortos y disgustada su frente sinuosa y enrojecida, arrastrando camas vacías para su propio divertimento a la espera de ser devoradas por su obtuso apetito superior. Almacena mientras su sangre para el mejor postor, derramándola como un latente hilo vocal a su antojo. Limitados, pasábamos el tiempo en su lista de espera, desheredados en la huída, y ninguno nos privábamos de sus promesas, ansiosos en nuestro turno por entrar. Tras su amplia vidriera cristalina quedaban la alegría y cierta despreocupación por lo que en su interior sucedía. La Ley de la Gravedad se subdividía en competencias estrictamente delimitadas a las cuales nadie ajeno se permitía aproximarse, siendo cada uno propietario de un ingrediente de tal secreta fórmula.

Infantes nacidos, sostenidos, llorosos y gritones. Voltean y giran en su ansia aún desconocida. Ancianos silentes, sostenidos, en su reposo estéril. Vivos y muertos sostenidos, con la ambigua pretensión de su camino. Todos llantos, atracciones, cambios de invitación estacional.

Singularidad. Autonomía. Libertad.

Josefa Heredia airea sus pulmones, parcialmente desnuda a sus setenta y tantos, susurrando barrancos y fresas. Una nueva compañía se desviste a su lado, aún inconsciente y hablando inglés. Bellos ojos que se cierran mientras oculto a mi padre entre mis brazos para llevarlo al bar más cercano. Una hermosa joven entreabre la puerta y asoma sus secos labios, los mismos que me piden enmascararme para hacerle compañía. Aires volantes, antibióticos y antivirales. Mediciones, indicaciones, contradicciones… ausencia de sabores. Siempre blanco y azul bajo este cielo techado. Gente llegando, siempre más gente. Frente a ellos, alrededor, nunca a mi lado. Junto a mí sólo ronquidos empolvados sobre sillas vacías y sábanas arrugadas que estirar.

Nuestro linaje se extinguirá mientras atravieso linealmente el camino a su olvido. Como un suspiro mi alma corresponderá ahora al mundo de los sueños, y ésta, mi existencia, es lo único que poseeré como propio. Los que se hacen llamar cognitivos mienten. El diseño de La Trama es frágil, una sola rasgadura bastaría para confundirla. Albert Einstein supo reconocer la inhibida dualidad de Aristóteles en una sublime relación que entremezcla el subconsciente y su gran antagónico, portador de tan largas y oscuras penas, atrayéndose mutuamente. La distancia es la clave, y hacer trampas es posible. Futuro desconocido, pautas. Creencia, deseo, intención... físicamente reconozco al OTRO que fiel a su cometido me busca. Tangible como mis necesidades más ocultas, imitable cual artificio mecánico. Genial, en su término más purista, él será ahora mi espejo intermitente, pues no es sino una ilusión ficticia que aporta más lugares a este tiempo.

Regreso frente a la puerta de Josefa, ya cerrada, y una silla de ruedas se desvía acompañada. A través de la salida de incendios los astros perecen calmos, y todo ha quedado en un molesto silencio. Atrás permanecieron vasos plásticos y servidumbres usadas, tubos engomados y ceras ennegrecidas, también luces olvidadas por los lentos pasantes. Hijos sin madre, padres sin sueño, visitas de antesala y vacías. Camino hacia una cocina escondida en los sótanos de urgencia, entre pasillos cerrados que yo abro insistentemente, con cierta irreverencia. Siempre humo en la entrada mientras pasan las horas aferradas a su pulcra superficie repleta de engaños, manchadas con sangre, sin prisa. Quince minutos pensando en atravesar esta pluma en mi cuello. Parada respiratoria, entonces me rodean por todas partes. Hablan a trompicones, repetitivamente, y no les entiendo. Acabaron arrojándome a patadas y les agradezco aquello.

Ases y ochos.

Ahora, sin espacio que habitar, continúo aspirando y continuamente mojado observo al día. Un niño desgraciado se acerca hasta mi posición, junto a la acera, y acaba con mi resto sobre un sucio charco de lluvia, dejándome allí tirado. Nuestra vida siempre caerá por su propio peso, tardía o precipitadamente, a nueve coma ocho metros por segundo al cuadrado.

LA CASA DE VINOS



Existen lugares donde uno podría desaparecer sin apenas darse cuenta de ello. Asientos más que apropiados lo pueblan, endurecidos por palacios reservados, eso sí, sólo a paseantes que así lo anden buscando. Previo pago todas las especies, así, secretamente, como un atrio abierto sin desvelarse. Con cierta prudencia, sus habitantes de antiguas cepas, sin crianza en la fantasía, se apropiaban de todo cambio mientras asumían su grado de culpa. Se mantenía oculta la sequedad de la ladera que la rodeaba, como una olorosa solera de antaño. Aquel monasterio hacendado, lejos de la medicina y de aquellas sutiles ciencias presentes. Situada en Montebaco, las laderas se impacientaban por un otoño tardío. Mientras, algunos leones infantes se apropiarían de sus contornos, tal y como lo haría un sastre de mano larga. Una ermita no muy alejada del monasterio me daba refugio por unos días a cambio de unas monedas. Podía permitirme un despropósito como este.
Atravesaba nuevamente el Prado Negro, aproximándome a un señorío envuelto por rocas calizas. Mano a mano iba adentrándome, con cierto sigilo, en aquel feudo de pétalos de Bierzo. Una finca antigua se mostraba frente a mi paso. La deje atrás en su herencia, allende los mares cristalinos que, presumía a lo lejos, abrazaban la cercana isla de Santa Cruz. Abundaban allí las pujas, al mejor postor, por pasar la noche entre sus acantilados. Marqueses y condes pretendían los favores de sus embrujos allí estancados, rojos intensos apropiándose de las blancas colinas que se sostenían a lo lejos. Mientras me aproximaba a la entrada de la casa, añoraba las alegrías que en la mañana se manifestaban. Recobraba hace unos instantes la calma que había dejado atrás, y entre vidrios silenciosos me permitía brillar por mí mismo. Junto a la puerta de entrada había un abridor. Quizás olvidaré pronto la humedad de esta lejana torre de dominio incierto, pero ahora era temprano. Aún no habían abierto.

El tren se había puesto en marcha bajo un cielo nublado azul y gris. Estaría de vuelta a media tarde, cuando la casa permitiese la entrada, o al menos eso pensaba. El paisaje árido que desplegaba su movimiento en mis ojos avanzaba a buen recaudo de indeseables, perdidos como yo. Ocres caducos sin retorno, maquinarias oxidadas, empedrados amparos sin techo. A esto se veía reducida mi perspectiva a través del ventanal que había junto a un adherente asiento. Mi destino estaba en una pequeña localidad industrial, alejada del resto, donde presumía me darían trabajo. Habíamos dejado atrás todas las estaciones intermedias y, con cierta paciencia intranquila, pensaba que estábamos detenidos en un punto de no retorno. Varios golpes severos en la ventanilla me despertaron y un viejo hombre con una extraño sombrero de esparto me ofrecía sus escasas pertenencias a cambio de algo de dinero. La estación se sostenía sobre una decrépita decadencia, como aquel hombre, estática y aparentemente contagiosa. Finalmente, con algo de esfuerzo, conseguí subir la ventana a través de los raíles gastados. El olor de los restos orgánicos que se descomponían entre la basura amontonada en el andén invadió el vagón. El viejo señalaba una vieja carretera que atravesaba las colinas, incitándome a bajar del tren, sin aparente motivo alguno. Sostenía una caja de madera agrietada que contenía algunas naranjas, unos libros viejos, una vieja cuerda marina y varios objetos menudos ―entre ellos un dedal de plata ennegrecido, un cuaderno rojo apenas usado, un mechero de yesca desgastada y lo que parecía ser varias bolsas con semillas en su interior. Dejé algunas monedas en la caja y recogí de ella el cuaderno rojo, esperando que fuesen suficientes por el cambio. Un silbido agudo y vaporoso anunció nuestro avance, y aquel viejo hombre desapareció, junto con la estación, tras el horizonte.

ESBOZO DE LA DICOTOMÍA DE UN MONSTRUO




Él, de nombre invisible, poseía unos atributos escarpados, hirvientes como un punzón en la región baja de la espalda. Inevitable mujeriego, monstruo redimido, poseía el irresistible encanto de los menos agraciados. Arrepentido, desgarrado por la soledad, permanecía en una situación siempre dominante, empujando entre gritos una insatisfacción imposible de colmar. Al borde de la quiebra, él bebía en exceso, siempre rodeado de mujeres, quizás deseando que alguna de ellas le esperase en casa. Un aire melancólico desplomaba el cielo tras de sí, situándolo al nivel de ojos de nuestro nombre protagonista, el cual apresura su lápiz para conservar esta belleza que escapa sobre el papel. Minutos más tarde sólo un borrón tiznado desciende sobre el polvoriento suelo, y unas letras que rezaban la leyenda “No me dejes querer, Dios”, junto a unos gotas secas de sudor. Alguien toca su hombro con relativa insistencia, llevaba horas sentado sobre aquel sillón…

Como bien imaginarán, él pegaba a las mujeres en sus ratos libres por alguna razón, por una vida hecha pedazos. Ella estaba entre dos hombres, y ninguno de ellos era él, sin embargo se veían cada día. Unos minutos más tarde, mientras pensaba sobre ello, todos le rechazaban mientras pretendían algo de él. Le colmaban de suspiros pretendientes a su favor y así se desenvolvía entre unos y otros, casi siempre en silencio. Se dispersaban entonces, y se reunían sospechosamente de nuevo a su alrededor, mientras nuestro Nombre no se permitía detenerse.

Un jardín románico de amplias fuentes y bancos de mármol, verdes degradados naturales, humedecía las horas que allí transcurrían, entre rojos celestiales que colmaban el vidrio y alimentaba la tierra. Dos bellas mujeres descansaban a su lado al unísono, mientras la mirada de él se eclipsaba tras las montañas, allá a lo lejos. Se desvestían al unísono para él también, y su corazón avivaba la noche que no tardaría en llegar. Un grupo de hombres se sitúan frente a ellos con excitante curiosidad por ver como acabaría aquello. Nuestro Nombre apuró su copa y desapareció en busca de otra instantáneamente, olvidando por el momento lo que acababa de ver. La mesa que sostenía las bebidas también servía de apoyo a una joven de pelo dorado, vestida con amplios vuelos sobre sus vaqueros gastados. Él sirvió su copa y la bebió detenidamente, observando a la chica solitaria. Ella apenas se esforzaba en desatenderle, mostrándose aburrida ante tal compañía ocasional. Tampoco se interesaba por aquel niño gordito de rizos caídos que revoloteaba por los alrededores, y que era el único hijo de productor teatral que los había invitado. Una mujer que rondaba los cincuenta, de corto pelo cano y tatuajes que coloreaban aquella carne descubierta le tomó del brazo y lo sacó de allí. Ambos se sentaron a beber sobre las escalinatas que daban acceso al nivel superior, donde dos estatuas angelicales abrían paso al laberinto floral del jardín. La mujer estaba echada hacia atrás acariciando su cabeza, en busca de cierta brisa ausente aquella tarde de verano. Uno de los dedos de su mano derecho acababa de ser sesgado por una comentario afilado y de allí goteaba escasamente algo de sangre fresca, ahora descendiendo sobre sus cejas casi ausentes, después sobre sus párpados. Mientras, él contemplaba a algunos que atragantaban, no muy lejos, su estómago con delicias calientes y sólidas, afortunadamente representaban una escasa minoría. Decidido a dejar de contemplarlos, por lo hiriente de tal visión de extremada crudeza, se adentró en el laberinto, solo. La chica de vaqueros gastados entró tras él, con un vaso en cada mano, mientras una brisa repentina arremolinaba los vuelos de su tirante vestido.

— ¡Cielo, que se te pasa el perro!

El niño gordito continuaba comiendo, y lo decía bien claro entre bocado y bocado.

— Dos moscas son amigas, en serio. Porque caminan juntas buscando algo que comer. Una gelatina verde que se mueve, sola.


DOBLES PAREJAS


Desde un tercero marítimo me gusta imaginarme junto a los paseantes que contemplo. Les observo oculto, en el mismo nivel que algunas luces de neón que los iluminan. Horas previas al encierro que sufro desde hace unos instantes no necesitaba tal ejercicio de suposición, pero imagino evidente el cambio que ahora se produce, tras haber perdido la reserva de mi dinero restante. Una joven morena de amplios pechos y trasero endurecido sostiene, desde el otro lado de la puerta, las llaves que acaban de encerrarme tras su paso. Compartía, hace unos breves instantes, partida con unos cuantos habitantes de la calle. Allí estaba Manuel, un paracaidista retirado tras sufrir una grave caída, la cual le retiró de la tumba y obligaba a asomar a su lengua, la cual le precedía allí donde iba, enmudecida desde entonces. Yo sufría calor por tales embarazos, y varias gotas de sudor empapaban hasta decolorar un diamante de mi ocho. Este terrible verano, el peor recordado esta última quinquena de siglo. Aún peor consideraban al jugador que codiciaba frente a mí, de larga mata rizada y negra con ambulantes ojos pequeños de brillo denso alcohólico. David apostaba por el simple hecho de permanecer allí donde se encontrase la baza final. Una joven a mi lado, con el mayor mostacho del barrio que frecuentaba desde hace unos meses. Y entre ellos y yo, allí estaba él. Decidió sentarse junto a mí. pensando en las horas que no habíamos compartido, mirándome seguramente por vez primera, orgulloso del más que decente montón de monedas de cambio que aún me quedaban por arriesgar. Su novia dominicana suspiraba a su espalda, como tantas otras hicieron con anterioridad. Completaban la mesa un enfermero retirado cuyo nombre no recuerdo, y un padre primerizo a pesar de su avanzada edad. Sólo vasos a medio hacer en la mesa, sólo cartas arrugadas por el desuso de las manos que las sostenían. Monedas corrosivas viajando desde lo oculto de las telas hasta el frío granito que les servían de reposo. Yo llevaba bebiendo desde hace varios días aprovechando que en este antro mi dinero no valía. La noche anterior había descansado un par de horas frente a su puerta.

Dejaba que me gotease el bikini que estaba sobre mí. Quería permanecer en la terraza fumando y observar el mar que se mezclaba con el cielo negro. Un árabe cerraba su kiosco en ese momento, y el hierro alargado que llevaba en su mano resonaba contra el suelo una y otra vez. Máquinas de limpieza limpiaban, mientras los habitantes de aquella playa nocturna se protegían de su cercano ruido. Había obligado a mis ojos a contemplar el mar, y sin embargo se fijaban en los transeúntes, como un águila de presa adecúa su festín. Las luces de un mercante lejano son mi única subsistencia mientras escribo y mi mirada se torna agotada. La luna tan cercana como el abanico de luz que reposaba subrayándola, bajo ella, en el mar.

Volví entonces a la partida. Yo quería hacer trampas, pero no era posible, sólo podía ver entre los símbolos para descubrir una gran verdad. Mi primer recuerdo le pertenecía de forma indirecta. Y cuando me refiero a él, eres tú. Tenía tres años cuando las esperas se hacían eternas. Quiero decir, crecer con el temor cruel de ver su rostro sufriendo. Qué ingenua fue al enamorarse de ti. Aquellas absurdas cartas que le enviabas... Quizás comprendía que tu amargura dictaría nuestra vida tras su muerte, nadie volverá a amarte así. Jamás. Pero, ¿Que pasó entonces, en el tiempo perdido? Tú lo sabías, te conocías... y lo permitiste. Me acusas de su muerte. Te llenas la boca de gritos cobardes e inseguros., de los mismos de los cuales ella y yo escapábamos, en mitad de la noche, hacia las calles. Al parecer disfrutabas de tus encuentros en el bar y eras feliz abrazando a otras. Yo era el encargado de ir a buscarte y soportar sus burlas. Yo soy la prueba de que fueron reales y eso no podrás arrebatármelo. Pero sí mi capacidad de amar. Ella lo sabía. Su hijo pródigo transformándose día a día en ti. Soy igual de culpable que tú, pero ahora éste es mi tiempo, el tuyo ha pasado. No soportaré más tus verdades inventadas. Desde que tengo uso de razón bebías utilizándome como coartada.

Porque había sido premiado, porque me había ido, o porque había regresado, porque estábamos juntos, porque desconfiabas de mí, porque eras consciente de que me arrastrabas a tu abismo, porque te llamaba el día de tu cumpleaños, porque en mis estancias en la ciudad no telefoneaba, por tu frustración. Porque sentías que eras valiente en tan cobarde intento, porque lograste sobrevivir y, porque luchaste por conseguir lo que deseabas y la vida te lo arrebató. Por tu insaciable soberbia, porque así mismo ya se hizo contigo y yo estaba condenado. Porque heredé sus ojos, y no tu carisma. Porque no sabías cómo hacer que nada progresase, y no descubrirías esa vergüenza ante nadie, porque los que te amaron te dieron de lado con razones más que suficientes, y la compasión hizo el resto. Porque cada perro se lame su rabo, porque alguien te rechazó dinero prestado y lo conseguiste. Porque en la vida todo cansa, hasta el amor. Porque tú sufriste lo que yo y reconoces mis palabras como tuyas, porque sí tuviste el valor que yo no tuve, pero de nada te sirvió para escapar. Por miedo a que yo sólo sea un recuerdo. Por temor a no comprender el azar de la vida, o pánico a no poder controlar tus juicios. Por justificar lo horrible de este mundo inventado por nosotros mismos, como tus verdades. Porque me renombraste con tu condena, y de improviso. Por tus asquerosos prejuicios acrobáticos, porque te sorprendiste una mañana sabiendo que no serás capaz de amar, sino de sólo poseer. Porque yo me convertiría en ti algún día y no tendrías el valor de salvarme, aun sospechando que sería mi perdición. Porque encontré la felicidad y no era a tu lado. Porque yo no soy tú, pero tú si eres yo. Porque mi abandono es tuyo, y mi fortuna escasa. Porque la idea de que alguien como tú nunca debería tener descendencia te acompañará incansable hasta el día de tu muerte, porque lo único por lo que has rogado miserablemente a tu dios ha sido porque este momento permaneciese en la oscuridad y nunca fuese alumbrado...

Mientras pensaba esto, la partida había finalizado. Solamente quedábamos él y yo. Bebí mi copa de un trago mientras se marchaba hacia la noche, con los bolsillos vacíos.

LA TÉRMICA


Siempre lo recordamos en este equipo, y la historia como tal sucedió así.

Todos niños en escena, una central térmica como fondo. Un divertimento en sus entrañas.


―¡Eh, esperadme! ¡Os he dicho que me esperéis! ¡Eh! ¡Esperadme, por favor!


Todos niños engullidos en su desánimo. Los tres detenidos ante la puerta de entrada. Un guardia de seguridad descansa sudoroso.

—Alguno se tiene que quedar aquí fuera. El Segurata no puede vernos dentro.

—Lo descubrí yo, y voy a sacarlo, con vuestra ayuda o sin ella.

—Venga, no me jodas. ¿Me estás diciendo que lo vas a levantar por encima de esta reja tú solo?

Los tres comenzamos. Diana se incorpora al grupo. Recuerdo su gesto primerizo.

—¿Porqué no me habéis esperado?

—SSHHH! No grites, nos van a oír.

—De acuerdo. Entraremos los tres, pero como nos pesquen no le salvaré el culo a nadie.

Los tres comenzamos a reír. Diana nos interrumpe. El escenario de fondo es amplio, árido.

—¿Os puedo ayudar? Yo también quiero jugar...

—Claro Diana, podrías...

—Lo siento, pero esto no es un juego, será mejor que te largues.

Diana, baja la mirada y posteriormente la cabeza, se da media vuelta y comienza a marcharse. Rafael ayuda a Daniel a subir la Reja, es Jaime el único que se queda estático y pensativo por unos momentos. Hombros encongidos

—¡Espera Diana!

Jaime corrió hacia mí.

—Piénsalo un poco, necesitamos un vigilante, y tenemos a Diana, ella nunca se chivaría, te lo aseguro.

No repondí a Jaime. No parecía necesario entre nosotros.

—No seas membrillo. Le voy a decir que se quede vigilando, además, si la ve el guardia seguro que no sospecha nada.

Daniel nos interrumpió desde lo alto.

—Yo conozco a uno que se quedó así y le hicieron una estatua.

Los dos reimos entonces, necesariamente.

—¡Eh, venís o qué!

Jaime me miró y me estrechó la mano. Corrió de nuevo, esta vez hacia la figura de Diana, que se alejaba. El paisaje jamás cambiaría.

—¿Qué estáis tramando Jaime? ¿Quieres hacerme otra broma pesada como las que me hacen tus amigos?

—No, para nada.

Jaime y Diana se miraron fijamente o, al menos, así recuerdo imaginarlo.

—Nos gustaría que te quedases cerca de la reja de la entrada, vigilando. Si ves al guardia de seguridad andando hacia donde estamos silba, y hazlo fuerte.

—Pensaba que tu no eras de los que robaban cosas....

Un silencio.

—La central está abandonada. Cogeremos sólo el futbolín que utilizaban los trabajadores de la antigua planta.

Una piedra aterriza al lado de sus pies y les interrumpe. Rafael y Daniel hacían señales a lo lejos. La piedra continúa allí, inmovil mientras tanto.

—No lo olvides, si ves que se mueve, silba.

Jaime comienza a correr hacia la reja. Diana se queda parada y sola. Un papel doblado en su mano que parecía haber estado siempre allí. No sabe que hacer, mira al guardia de seguridad, que estaba durmiendo sentado en su cabina. Sin percatarse todavía de la importancia del papel de Jaime, se lo guarda en el bolsillo. Diana, ahora sentada sobre una agrietada piedra de hormigón, resopla pensando que, durante un rato, va a estar muy aburrida.

Ascendemos mientras tanto las escaleras interiores del edificio en ruinas. Los cristales de las ventanas se habían desprendido. En algunas habitaciones ni siquiera hay paredes, y la luz entra libremente. Vemos una parada de autobús a través de los huecos dejados por los muros inexistentes, también una carretera por la que circula una larga serpentina de automóviles, directos hacia cualquier playa.

Subiendo, sorteando metales oxidados y cristales rotos. Sólo nos detuvimos ante aquel preciado juguete de madera.

—Os lo dije, ahí está.

De improviso, el vacío invade la sala. Daniel y Jaime se miran.

—Bueno, la verdad es que... yo lo imaginaba un poco menos... hecho polvo...

—Está completamente destrozado...

Los dos ríeron abiertamente.

—Pues ya sabéis lo que podéis hacer... ¿no?

—No, no, si está de puta madre...

— ...para hacer una hoguerita en San Juan.

El futbolín desprendió un chasquido seco. El trozo de madera que lanzo cae a través de la ventana. Los tres nos miramos y corrimos a averiguar si había despertado al guardia de seguridad. Asomándonos con sumo cuidado comprobamos que el guardia continua apaciblemente dormido en su turna. Diana estaba sentada en su posición.

—Ya te vale, ya te vale. Has estado a punto de despertar al segurata.

—Si no fueras tan graciosillo...

—No pasa nada... Vamos a coger el futbolín y larguémonos.

Mientras, Diana está pensativa y observando el paisaje, como de costumbre. Como en las últimas diecisieteveces en los últimos ocho minutos se dispone a girar la cabeza para observar al vigilante, y una vez más descubre que sigue durmiendo, incluso tras el fuerte ruido que ella había escuchado no hace mucho. Recordó el folio doblado. Para distraerse un rato, decide abrirlo y ver lo que había escrito en él.

Dentro del edificio, los chicos, menos enfadados, descargamos el futbolín por las escaleras. Solamente nos queda un piso y nuestra decepción.


—Vaya par que estáis hechos.

Daniel y yo, algo sucios de polvo como si nos hubieran revolcado por el suelo, sonríamos de reojo. Estábamos fuera.

—Esperad, ahora vuelvo.

—Venga Jaime, no tardes, todavía nos queda la reja.

Jaime subió corriendo en dirección a la última planta. Entonces comprendí el problema.

— ¿Cómo vamos a sacar esto de aquí?

Daniel me miraba intrigado. Todo sucedió muy rápido. Los ocupantes de la larga fila de coches fijaron su mirada en nosotros dos tras la reja. El guardia de seguridad despertó aturdido por la insistencia aguda de los sonidos metálicos que de allí provenían. Nosotros saltamos la reja y escapamos apresurados a traves de los campos marchitos que rodeaban la central térmica. Diana permaneió largo rato sentada sobre una piedra plana, silbando silenciosamente para sí misma. Jaime nunca regresaría.



ESPERANDO ENFERMAR (A Beckett)


Querido escritor



Le hago llegar esta breve confesión pues estoy enfermo. maldito, confinado a la técnica y al progreso. Miro a nuestro interior y descubro infelicidad, insatisfacción recubierta de una gruesa pero transparente capa de soledad. El amor ha desaparecido entre gigantes mecanismos que succionamos para su posterior desecho. Asertividad transformada en pestilente franqueza. Egolatría y hedonismo triunfantes en la materia orgánica. Creamos desechos humanos, tuercas giratorias. Inconstantes. Nuestros cementerios, la tierra, se alimentan de ellas y todo se oscurece.

—Y lo desechamos.

Deseo revelarle que mi búsqueda se ha detenido un instante por vez primera, revelándome futuras penas largas y oscuras. Familias que rogaron a gritos comprensión y cariño y a las cuales respondimos con nuestra más enérgica repulsa.

Mi mentira, la de todos, es una. El error. Jamás sería sincero a mis seres amados, pues lo creo, sincermanente, una gran equivocación. Solo mostraré mi visión real a quien juzgue sin motivo, a quien desee crear de nuevo sobre nuestro triste entorno repleto de placer efímero.

Como bien sabrá estoy enfermo de belleza, malditamente enfermo. El amor nunca comprendió, condenado a errar, alejándome en este desesperado intento. Deseo entender cuánto es poder conocer. El aprendizaje es la clave y no guarda ningún fruto secreto. Su funcionalidad está destinada al viaje interior del alma, atormentada o no. El gran viaje.

Mi mente enloquece genialmente para mí mismo, estúpida e innecesariamente para el resto. Imaginará cómo mi humanismo se extinguió. Ahora solamente pervive el espacio invisible entre los seres vivos y el mundo, eso a lo que llaman Vida.. Nadie conseguirá provocar una fuga de este refugio, convertido en prisión por la lógica incierta. Sólo la intuición me libera de prejuicios y falsos condicionamientos externos. Que nadie se atreva a amarme, pues nunca conseguirá que le salve de él mismo.

Comprenderá que estoy enfermo, porque a nadie le importa. Y ese gran “nadie” cada vez provoca una carcajada mas honda y sonora en mi alma, pues se ha transformado súbitamente en un sutil “todos”.

Ahora transcurren horas que se entretienen en pantomimas de desviarlos mas allá del horizonte de mi cariño. Así pues, en mi delirio, todo podría volver a ser lo que un día pretendí.

Ella regresando a casa.

—Me alegra que sea tarde para ellos. Y el momento preciso para mí.








BAR DE PROVINCIAS



Había aceptado trabajar junto a mi propia hija. Siempre vestida de negro, con aquellos enormes ojos castaños bajo un flequillo sesgado de ternura. Pequeña y valiente se sentaba frente a mí, éramos los últimos que permanecían junto a la barra de un bar de provincias. Ella había comenzado a temblar de frío y yo me alejé unos centímetros más, nuestras copas resaltaban vacías y me apresuré en pedir otra ronda. El camarero se sirvió otra para sí mientras prolongaba nuestro servicio. El teléfono del bar sonó varias veces y se interrumpió enseguida. La miré sin disimulo, necesitado de ella.

—Espera a que él me llame. Cavará su propia tumba si no lo hace.

Ella jugueteaba con un mechero prestado, sin prisa, entre sus dedos. Lo golpeaba contra el muslo mientras su pierna descendía una y otra vez bordeando el frío metal sobre el que descansábamos. Merecíamos aquello. A la mañana habíamos sido testigos de unas extrañas muertes en el zoo donde trabajábamos a media jornada. Un elefante había sido atormentado por una toxina mortal y una cabra había aparecido ahorcada con la soga a la que permanecía atada. Sus enormes ojos castaños aún resultaban vidriosos. Nosotros no habíamos compartido nada.

—Tengo mucho frío. Vámonos de aquí.

—Pediré una botella— Cogí su chaqueta y la coloqué sobre sus hombros desnudos. Metí la mano rápidamente bajo la barra justo cuando el teléfono del bar comenzó a sonar de nuevo. La puerta de aquel antro de provincias chirrió tras nosotros.

Una ciudad de paso, en la que siempre nos quedábamos, cada uno en nuestro lado. Al menos esta noche teníamos un par de botellas bajo el brazo. No recordábamos nada, la noche anterior había sido dura. Yo estaba allí por ella, y no sabía ver más allá de mi propia mentira. ¿Acaso no era esto una satisfacción? Sólo una persona podía cambiarlo todo, mientras nos manteníamos suspendidos sin horizontes que otear. Distracciones fáciles, desprovistas del sentido de lo bello. Se adecuaba a la gente, los satisfacía olvidándose de sí misma, asumiendo tal condena. Conforme, yo forzaba esta lucha pasajera a la que no me dispondría a renunciar hasta descubrir sus límites. Estaba agotado y mi espalda, ya curvada, reposaba cansada sobre este aire humeante y desconsiderado ante la belleza raída que dejábamos atrás a cientos de kilómetros por hora. Secuencias sucedidas y carentes de significado, lentas y espesas. Detestaba estas horas que compartíamos juntos, con gusto las hubiese arrojado al abismo del olvido, cayendo suavemente, reflejadas por mis entrañas manchadas de sus abrazos ya perdidos. Ya no era su padre. Habían pasado años desde que no la veía y pensaba que aquello podría ser permanente. Nuestros encuentros se habían reducido hasta anularse por completo. Amante de la discordia, nos había conducido a un callejón sin salida, donde yo habitaba mis noches a la hora de cierre. Su desnudez resultaba oceánica entonces, y luchaba contra mi memoria ilimitada, por nublar su rostro, detestando entonces su mandato y retrospectivo mal humor con el que siempre decidía acompañarme, minimizando nuestros esfuerzos de convertirnos en héroes encadenados sobre sus tumbas, como florecientes luces desprovistas del sentido de lo bello. Compartía entonces su discordia mientras su ángel la visitaba a destiempo. Aquel balcón con vistas a lo inaccesible e inacabado. Finalmente querría abandonarlo todo y asesinar su tiempo, por miedo a que la sobreviviese. Atrás sus afectos, atrás todo.

Mientras salíamos de aquel bar de provincias, yo me adentraba en mí mismo., descubriendo una gran verdad, que resulta también mentira.




ELLA (II)


Su memoria regresa y escapa con la misma intensidad y similar arrojo, exenta de intenciones, objetivos o recuerdos. Permanecía inmóvil ante el día presente que siempre estaba por llegar. Todo estaba dispuesto. Tras la ventana nevada su mirada vacía busca una referencia a sí misma. Su dedicación ordenada controla cada elemento a su alrededor, siempre en movimiento y nunca en su lugar. El calendario mostraba un tres de Enero y el tictac de un reloj sueña impaciente con alguien que lo detenga. Recibía el periódico local diariamente, y el de hoy revelaba un ocho de Marzo. Sin duda había cierta condescendencia en su rutina de desempolvar aquella escena vacía que se representaba frente a ella. El tiempo había transcurrido. La alegría la colma falsamente, segundos después sobreviene la desesperación.

Pensión no contributiva. Ella sentó las manchas de su solapa sobre su falda raída y pidió un café que no pagaría. Minutos después se dirigía a otra parte, tras haber conseguido algunas monedas de la clientela no habitual. Una de sus manos se salvaguardaba —en un bolsillo lateral del abrigo— mientras la otra sostenía desnuda una bolsa de papel marrón a pocos centímetros del suelo de la ciudad.

Su memoria había dado rienda suelta al olvido, a un carácter que emergía superfluo, vacío de significado alguno. Meses disueltos sin contacto alguno, encerrada en casa. Ninguna llamada telefónica este año, ni visitas desesperadas que alarmasen su tiempo ya muerto. Un calendario vacío, un buzón vacío. Un vaso vacío. Una espera. En el salón, todo estaba dispuesto sobre un halo de quietud vibrante. La mirada de María se detenía con fuerza en la ventana que le servía de soporte. Su rostro agrietado como la oscura madera que enmarcaba aquellos dulces momentos que, sin duda, llegarían tarde para ella. Llegarían tarde los hombres jóvenes, los compañeros incondicionales, las amigas lejanas. Recibos inservibles, botones inservibles, todo almacenado en bolsas plásticas de blanco transparente. Uno de sus pelos encrespados cae al vacío y desaparece sobre el mármol blanco. Restos de cenizas se acomodaban en sus esquinas, petrificadas ante el avance de lo nuevo. Su memoria era ella, lo había perdido todo. Sólo preguntas de inservible respuesta. María ahora era vieja, pues había dejado atrás todas sus edades. La verdad no significaba más que sus reservas, aún conservadas, de un pasado dedicado a los demás. El único recuerdo de sus mejillas enrojecidas. El único recuerdo. Todo su alrededor le indicaba que tenía algo que resolver, pero no sabía el qué.

Horas más tarde no recuerda su espera pero se mantiene firme en su indecisión. Observa a través de una mirilla un pasillo apagado y vacío, y vuelve sobre sus pasos. Su padre repara una maquina de coser con la que su madre recompone los andrajos de los huéspedes. María debe preparar la comida junto a la sirvienta, los alumnos llegan. Tendría que apresurarse si quería llegar a tiempo para cumplimentar su ingreso. ¿Qué le importaban a ella las niñas de diez años? Ella estudiaría también. Efectivamente, al pasar lista, todos los profesores le preguntarían por su hermana menor. Aquella hermana tan aplicada y serena, que había conseguido una educación gratuita a través de sus logros académicos. Aquella que nunca ejerció sus dotes para poder así contraer matrimonio. Un marido por cuyo salario trabajaría… era más que suficiente. María podía sentir aquella sensación de abandono que aún la acompañaba.

ESTE, ESE o AQUEL



Despropósito relativo es, este afán por sobrevivir a otros.

Sin embargo ennegrezco días, uno tras otro, consecutivos,
sin pretender ayuda alguna.

Días contiguos, paralelos.

Vieja manecilla acertada...

Incomparables,

enfrentados.


Días ajenos,

una ciudad de retorno.

Un breve encuentro,

tras una despedida.


Días lejanos,

indestructibles,

eternos.


Recuerdo entonces una niñez pasajera que me sobreviene sin respiro, arrebatadora en caricias, en noches anteriores.

Culmino mi tristeza bajo los cimientos de este descanso mientras centenares de infantes me rodean en una hora tardía, recién salidos de sus quehaceres diarios.

Entonces esta niñez, y asiento donde otros ya lo hicieron antes para poder relatar ciertas maldiciones tardías, allí donde unas franjas opacas subrayan un amplio ventanal por el que contemplar.

Esta ardiente oscuridad de extravío cotidiano.