LA CASA DE VINOS



Existen lugares donde uno podría desaparecer sin apenas darse cuenta de ello. Asientos más que apropiados lo pueblan, endurecidos por palacios reservados, eso sí, sólo a paseantes que así lo anden buscando. Previo pago todas las especies, así, secretamente, como un atrio abierto sin desvelarse. Con cierta prudencia, sus habitantes de antiguas cepas, sin crianza en la fantasía, se apropiaban de todo cambio mientras asumían su grado de culpa. Se mantenía oculta la sequedad de la ladera que la rodeaba, como una olorosa solera de antaño. Aquel monasterio hacendado, lejos de la medicina y de aquellas sutiles ciencias presentes. Situada en Montebaco, las laderas se impacientaban por un otoño tardío. Mientras, algunos leones infantes se apropiarían de sus contornos, tal y como lo haría un sastre de mano larga. Una ermita no muy alejada del monasterio me daba refugio por unos días a cambio de unas monedas. Podía permitirme un despropósito como este.
Atravesaba nuevamente el Prado Negro, aproximándome a un señorío envuelto por rocas calizas. Mano a mano iba adentrándome, con cierto sigilo, en aquel feudo de pétalos de Bierzo. Una finca antigua se mostraba frente a mi paso. La deje atrás en su herencia, allende los mares cristalinos que, presumía a lo lejos, abrazaban la cercana isla de Santa Cruz. Abundaban allí las pujas, al mejor postor, por pasar la noche entre sus acantilados. Marqueses y condes pretendían los favores de sus embrujos allí estancados, rojos intensos apropiándose de las blancas colinas que se sostenían a lo lejos. Mientras me aproximaba a la entrada de la casa, añoraba las alegrías que en la mañana se manifestaban. Recobraba hace unos instantes la calma que había dejado atrás, y entre vidrios silenciosos me permitía brillar por mí mismo. Junto a la puerta de entrada había un abridor. Quizás olvidaré pronto la humedad de esta lejana torre de dominio incierto, pero ahora era temprano. Aún no habían abierto.

El tren se había puesto en marcha bajo un cielo nublado azul y gris. Estaría de vuelta a media tarde, cuando la casa permitiese la entrada, o al menos eso pensaba. El paisaje árido que desplegaba su movimiento en mis ojos avanzaba a buen recaudo de indeseables, perdidos como yo. Ocres caducos sin retorno, maquinarias oxidadas, empedrados amparos sin techo. A esto se veía reducida mi perspectiva a través del ventanal que había junto a un adherente asiento. Mi destino estaba en una pequeña localidad industrial, alejada del resto, donde presumía me darían trabajo. Habíamos dejado atrás todas las estaciones intermedias y, con cierta paciencia intranquila, pensaba que estábamos detenidos en un punto de no retorno. Varios golpes severos en la ventanilla me despertaron y un viejo hombre con una extraño sombrero de esparto me ofrecía sus escasas pertenencias a cambio de algo de dinero. La estación se sostenía sobre una decrépita decadencia, como aquel hombre, estática y aparentemente contagiosa. Finalmente, con algo de esfuerzo, conseguí subir la ventana a través de los raíles gastados. El olor de los restos orgánicos que se descomponían entre la basura amontonada en el andén invadió el vagón. El viejo señalaba una vieja carretera que atravesaba las colinas, incitándome a bajar del tren, sin aparente motivo alguno. Sostenía una caja de madera agrietada que contenía algunas naranjas, unos libros viejos, una vieja cuerda marina y varios objetos menudos ―entre ellos un dedal de plata ennegrecido, un cuaderno rojo apenas usado, un mechero de yesca desgastada y lo que parecía ser varias bolsas con semillas en su interior. Dejé algunas monedas en la caja y recogí de ella el cuaderno rojo, esperando que fuesen suficientes por el cambio. Un silbido agudo y vaporoso anunció nuestro avance, y aquel viejo hombre desapareció, junto con la estación, tras el horizonte.