OCHO



Ahumados de pescado y carne descongelada y cruda, bañada en aceite. Ocho era pintor, uno que hablaba de estancia, de experiencias compartidas, préstamos y modelos que se integraban sin rubores a cierta poética orgánica sin privilegio alguno. En él se unían aquel sentimiento de culpabilidad con cierto aburrimiento por las formas visibles, la desidia de quien tiene todo el tiempo del mundo a su favor. Respetaba y creía en su libre albedrío. Si alguien cuestionaba su partida él le hablaba de lo tan cruel que resultaba la suya. Apenas se molestaba en levantar su mirada del vaso en que bebía. Tenía como pasatiempo cuestionar su tiempo, para después dejarse llevar por la futilidad de cualquiera de sus destinos inciertos, arrebatado por el placer que aquello le proporcionaba. Unas prostitutas habían parado su coche antes que el agente de policía que estaba por llegar. Había rechazado muchas invitaciones aquella noche y pretendía deshacerse del próximo inconveniente que se presentaba. Podía resultar para algunos un hecho un tanto peculiar en esta encrucijada temporal que hoy se denominaba cambio de siglo. Ocho se largó de allí con el maletero de su Ford goteando sobre el asfalto. Al llegar al aparcamiento del próximo antro de camino ocultó sutilmente la matrícula del coche que había robado. Se había convertido en lo que más había odiado: un alcohólico. Un borracho ejemplar que frecuentaba las calles a diario, exceptuando los festivos. Aquello no sería una regla fija, él elegiría cuándo y dónde, lo que resultaría casi siempre. El tiempo jugaba como su peor enemigo, pero Ocho apenas lo respetaba, desconociendo la difusión que representaba desde ayer por la tarde. Él dormía cuando lo necesitaba, no cuándo le habían enseñado a hacerlo, y aquello le había creado algún que otro malentendido. No había descanso día tras día en aquel infierno de habitaciones de hotel, arrepentido por cada justificación a su comportamiento, por hacerse valer frente a su propio día de hoy. Almendros en flor blanca adueñándose de las rocosas montañas cercanas a la costa que le vio nacer. No quería vivir hoy, quizás en otro momento, quizás mañana. Dudaba de la verdad, del cariño escondido de los que no negaba haber querido. Cartas de juego. Conductoras traseras. Monumentos gráciles, festivos. Como comer doce manzanas azules a la sincronía de un reloj a medianoche, la misma duda. Podía sentir esa sensación multitudinaria, lejana a su contacto diario. La humanidad, sin embargo, celebraba aquel acontecimiento que se repetía pocas veces. Llegado el momento se avecinaba el siguiente y no todos estaban preparados. El Ocho se descubría a sí mismo, con ambigüedad. Permisivo en sus derrotas y sus victorias por igual. Prefería un buen vino tinto sin decoro, algo que poder disfrutar sin un ritual incómodo donde poder descansar su culo. Todo estaba demasiado meditado para poder disfrutarlo en compañía. Ocho no podría detenerse a tiempo.

Mientras tanto, Sara fumaba un cigarrillo esperando al café hervir. Se había despertado sin prisa, retozando las sabanas rojas que iluminaban su cuarto oscuro al amanecer. Vestía unas zapatillas únicamente y al cabo de un rato las dejaba atrás. Un trago humeante era lo único que necesitaba. Le molestaban los detalles previstos de antemano. Una ocasión singular se convertía en su peor condena, regalada por lo presumible de una espera, paciente en su metamorfosis, limitada. Un espíritu dependiente que generaba una actitud suspendida en el vacío que más odiaba. La espera. El éxito de Sara había llegado demasiado pronto. Quién sabe si alguien más lo pretendería, y su naturaleza ahora lo añoraba con cierta cautela vespertina.

Ocho se echaría a dormir allí mismo, sobre la barra del bar, y esperaría a mañana.

ELLA (I)



Limpiaba una mancha de su abrigo viejo. Un resto endurecido y amarillento que no podía ser una sombra. Lo rasqué con el ímpetu que me quedaba, apenas consiguiendo provocar una grieta en la superficie. Aquel muro de lamentos, que supuse era mucosidad reseca, la acompañaba desde el mediodía. Amelia no apartó su vista en ningún momento y continuaba parada frente a mí, en mitad de la calzada. Una calle de un barrio deshabitado, por donde no circulaban automóviles y su pelo gris enmarañado, desplomándose sobre sus ojos inquietos, redondeados por la inocencia de quien vaga cada día. Ella, conocida por todos, más allá de los confines de nuestra ciudad, apenas tambaleándose. No como yo. La observo frente a mí, sonriendo sus ansias de compañía, triste a fin de cuentas por andar siempre sola, y pienso en su buen hacer desde que nos conocimos. En su mano lleva unas fotografías, Ella en primer término y todas réplicas exactas entre sí, duplicados de la misma. La cogí del brazo y la traje hacia mí. No tenía prisa por volver a mi apartamento y nuestras direcciones eran contrarias, así que asumí el inicio de una distante voz a la que necesitaba escuchar de cerca. Me hablaba de aquella ocasión en la que regresó para traerme algo que comer. Unas conservas de atún, lonchas de queso, y una crema catalana conformaban su elección. No me reconocía, apenas habían pasado unos días desde mi llegada a la ciudad. Desde entonces sólo había ruido, frases mal escritas.


— ¿Por qué sigues aún aquí?—. Por su mueca sugerente, me preocupaba que yo le interesase. Me había seguido lentamente durante varios días, sin haberlo notado. Yo no sabía que responder a su pregunta. Ella resultaba conforme, o al menos, haber conocido a alguien como yo, enfrentándose al mismo conflicto.


Tenía razón.


Parecía estar al corriente. Ese fue nuestro primer encuentro. Yo había decidido renunciar a la ciudad al anochecer. Había pasado la tarde en uno de los camastros de una comisaría de policía, situada por los alrededores. Aquella mañana, mi madre había muerto. Amelia no parecía saber dónde estaba. En cualquier caso, parecía buscarse a sí misma.

LA FOSA COMÚN


“Ellos no querían abrir la tumba…”


Hoy era el día. Guillermo de la Rosa tenía todo el dinero en sus bolsillos, y los de este tipo le vestían por completo. Estaba forrado de los pies a la cabeza por montones de ellos, el cabrón. El tipo era todo bolsillo de seda en los que ya no entraban ni la lealtad ni su enorme nariz. Tenía un narizón descomunal, fabuloso, como de un palmo al menos, más grande que su diminuta polla ahogada entre sus piernas cruzadas, seguro, con aquel cigarro de mierda que se le apagaba cada dos por tres, siempre entre sus manos. Invertía en obras de arte siempre por recomendación ajena y le iba bien. No tenía ni puta idea de arte, pero tenía pasta. Aquel maldito sitio donde vivía te recordaba que el pobre hombre tenía que estar loco—podría haber residido en una mansión fantasmagórica o simplemente tener a algunos invitados gorrones de vez en cuando, pero éste no era el caso del paraíso artificial al que acababa de entrar por la puerta delantera. Guillermo de la Rosa vivía su soltería en la tercera planta de un edificio residencial para podridos de su especie. Tenía el pelo blanco y por costumbre cenar un cangrejo todas las santas noches. Se sentaba en la mesa con su estúpida sonrisa, se quitaba las gafas e inclinaba sus ojos hacia su derecha. Cogía aquel trasto de madera tan exquisitamente impoluto con su mano limpia y machacaba la vida que tenía delante, justo por el medio. Una red de grietas se expandía entonces en su superficie, dejando la carne al descubierto. La base del plato estaba llena de whisky aunque su copa permanecía vacía. Con una servilleta limpiaba el borde chorreante de sangre deshidratada. Sacaba unas cerillas de sus gigantescos bolsillos y la utilizaba para prender fuego al plato. Le colocaba una tapa metálica con forma de campana y lo cocinaba durante varios minutos. Se encendía un cigarrillo y se servía una copa de ginebra seca. Grandes ventanales, cortinas negras, una cúpula de cristal recubriendo el techo, ese tipo de mierdas de lujo. Vasos vacíos, traseros cómodos, chicas esperando tras la puerta y unos pantalones que no abrochaba desde dios sabe cuándo. Guillermo había tenido mucho éxito entre las mujeres que poblaron su juventud, a pesar de su oscuro rostro, y todas ellas precedieron a su imperio. Desde entonces, él vivía solo. Yo llevaba varios días sin probar bocado por simple inapetencia, me mantenía bien con un par de cafés y varios gramos de polvo, pero pensaba que mi apetito regresaría. El espectáculo inmóvil que contemplaba casi me revienta las ganas de volver a comer de nuevo. El tipo se lo montaba bien. Le gustaba trinchar la carne lentamente, escuchar el crujido del esqueleto atravesado. Con un rápido movimiento de cirujano introducía aquella carne muy dentro, sin dejar rastro en su boca torcida ni en su impermeable bigote. Se contorneaba satisfecho después de cada bocado. Guillermo de la Rosa restregaba sus sudorosas manos por el pantalón. Repetía el proceso, repetía el proceso. Era el anfitrión perfecto, y seguramente me obligaría a robarle alguna botella de aquel rojo celestial antes de marcharme. La copa que sostenía también me la llevaría, pensé, era pura poesía, un trago considerado. Olvidé que yo no fabrico bolsillos y que tampoco tenía ninguno conmigo donde ocultar todo aquello. Guillermo de la Rosa era propietario, entre otras cosas que ahora no interesan a nadie, de varios bares y restaurantes de la ciudad. Yo le entregaba un informe cada semana, y en él describía lo que mi jefe me pedía observar. Su hocico y su pitillo carraspearon y abandonaron la mesa presumidos. Los acompañé hasta un amplio despacho en el que ni siquiera había asientos, ni libros, sólo una mesa en el centro de la habitación fabricada con algo que parecía madera o alguna otra víctima parecida, y un teléfono descolgado sobre ella. Ni siquiera había una ventana o una rejilla que permitiese la entrada de aire limpio. Me pagaba bien por estar allí y no le habría importado que llegase tres horas tarde con sus respuestas bajo el brazo. Era sábado por la noche, y no tenía un plan mejor que cobrar mis honorarios y marcharme de la ciudad. Había llegado a un trato conmigo mismo y me dedicaría a refugiarme un tiempo. Yo sabía que los camareros de aquel antro llamado La Pécora, dónde me había mandado a olisquear, no le estaban robando. No todos ellos, y no de todas las formas posibles que alguien como yo podría observar. No podrían pagarme mejor que su jefe por mi silencio, pero no me habían cobrado ni una sola cerveza durante aquella semana. Nos enchufábamos juntos hasta los cambios de turno y nos cuidábamos del resto de la ciudad hasta la llegada del amanecer. Buenos tipos todos ellos, excepto el hombre hermético, un gorila del tamaño de un infierno que no entonaba con el desprecio que el resto me ocultaba. Estaba bien entrenado en cobrar más de la cuenta y lo revelaba como un niño que no sabe muy bien lo que hace. Descubrí que él también era un informador y lo descarté enseguida por aburrimiento. La clientela era otro asunto. Un antro con clase, donde todos hablaban de lo que creían era todo, un nido de soplones. El que dijo que mientras se escribe no se puede vivir debía de ser una de aquellas putas enfrascadas en su mierda continental, a mi lado ahora, a las que dejaría ponérmelo fácil antes de gastar mi saliva en ellas. El adonis no sabía donde coño estaba y no paraba de mover la cabeza, sudando espanto en aquella camisa marrón a rayas, mientras intentaba centrarse en el trasero de su compañera de barra. Aquellos cabrones pensaban que estaba sordo y me limitaba a mantener mi mirada baja, y mis labios humedeciéndose en la copa. Un poco de polvo me sentaría cojonudo, pensé, y eso es lo que haría tras cerrar la puerta del baño desde dentro. Estaba claro que un trabajo cualquiera era válido, y todos lamían como posesos. Al regresar a mi asiento había aparecido un ángel de largo pelo negro y mirada curiosa, pero me había confundido con otro. No conseguí articular palabra, pero hubiese llorado todos mis pecados frente a ella antes de marcharme. Desconfiar de ella se convertiría en la mayor equivocación que he cometido hasta el momento y algún día se lo contaría al oído. Por ahora respetaba su distancia y respondía únicamente lo que ella debía saber. La encargada de la barra era como una hermana, como eyacular en las manos de un desconocido. Me cortaría los oídos sin pensarlo, pero mañana todo esto no tendría sentido. Me despertaría muerto de nuevo, y no sabría cómo acabar con esto. Pasadas varias horas el ángel se había marchado. Sólo estábamos tres allí dentro pero parecía que apenas había espacio. Me quedé a solas con la encargada tras desechar al hermético enfundado de pestilente cuero bajo la lluvia, y ambos cerramos el antro antes de despedirnos. Había acabado con la primera de siete noches, y ahora que lo pensaba yo tenía todas las de perder. La siguiente noche no tenía ganas de escribir, así que me centré en averiguar si alguien se follaba a la camarera. Aquellas tetas debían complicarlo todo hasta el exceso. Algunos clientes maquillados al final de la barra no estorbaban. Una tríada se sentó a mi lado. Sólo turistas hoy hasta las dos de la madrugada. La tríada persistió en escuchar mi historia, aquella que daba comienzo en el mismo lugar donde había acabado. Me concentré en encender un cigarrillo y pedir otra copa donde expulsar el humo una vez vacía. La tarde había olido a hierbabuena y a cabrones presuntuosos, que se fumaban su hash mientras comentaban el suplemento de cualquier periódico. Jodidas estrellas sin fulgor alguno, creyéndose dignos de soportar su calvicie y de hacer preguntas indiscretas. Estilo libre, y una mierda. Obviaban la naturaleza salvaje, las otras gentes buscándose a través de las ciudades, prodigando su desdicha ante los indefensos. El camarero no me sirvió un trago en un buen rato y aquello estuvo a punto de acabar conmigo. Sus amigos bebían como lactantes en paro. O me partían la cara o me conformaba con la escarcha sobrante. Reina de tréboles y el resto sólo son aperturas de mi cuaderno. Me dejaba entonces embriagar por un dilema y su nueva faceta de chantajista. No quería que ella se fuese, mierda, me estaba volviendo un sentimental. A la segunda noche ya la eché de menos y aquel bar perviviría durante algunas horas más en una vorágine absoluta. Me sonrió de reojo al pasar a mi lado. Dejó una cerveza abierta junto a mí y se marchó pensando en lo que le esperaba al llegar a su apartamento. Me distraje bebiendo mientras vomitaba un poema sin futuro, pero cargado con todos ellos y listo para detonarse desde la recámara de mis pensamientos. Alcohol y destiempo. Liquido acuoso en sus vasos y sorbos descarados a los pechos de la sirvienta tras la barra, palabras condescendientes después. Ella los tenía en su sitio y hacía con ellos lo que quería, caprichosos y malcriados de sonrisas precoces mientras sus tristes hijos permanecían en la habitación de al lado, oyendo la saliva de su madre crujir entre gritos de quiero follar al llegar a casa. Era la hora del cierre. Al terminar la jornada de la cuarta noche me invitan a cenar en su mesa, invitación que yo rechazo por costumbre. Mi plato regresaba envenenado y volverían a intentarlo la noche siguiente. Salí de allí sostenido por los edificios que comenzaban a asomarse tras la neblina del alba. Yo había cambiado de estilo y ahora me centraba en lo que los desamparados se empeñaban en gritar a las calles vacías. A la tarde siguiente todo se transformó en inmediatez. La encargada de La Pécora se había enfundado su traje de viuda. Un velo plástico casi volátil cubría sus preciosos ojos azules. Sospechaba, ahora detenido frente a una rosa blanca enganchada a su largo pelo negro, que Lydia sería la causante de mi muerte y que su proposición me extinguiría. Durante toda la tarde nos miramos fijamente a intervalos de ciertos segundos. Nadie aparece por el bar. Observo al ángel respetuosamente, con relativa timidez, mientras vacío una botella de rojo celestial. Durante una hora no cesa de hablar, una charla intrascendente repleta de vacío. Unos minutos más. Sus mejillas enrojecidas adelantaban lo que estaba a punto de suceder, y sus lágrimas me convencieron torpemente. Prefería mostrarme excéntrico con tal de no relatarle la verdad. Un recuerdo me sobrevino ansioso, una noche en la que perdimos nuestro rumbo a través de un sendero desértico y fuimos guiados por un sucio perro durante cinco o seis kilómetros. Aquella noche sentí el mismo frío helado, el mismo que sentía ahora frente a Lydia. Abrió otra botella para mí, y se dirigió al almacén. En ese momento entró alguien, el amante de Lydia. Era un chico bien parecido, rondaba los treinta, muy bien hecho. Me preguntó por ella y respondí que no la había visto por allí. Un tipo excesivo, difícil de sobrellevar. Seguía bebiendo mientras el chico esperaba en pie, a mi lado, a quien quiera que fuese. Los ojos de Lydia asomaban al fondo, a través de un pequeño ojo de buey oculto, fijos en el chico. Desaparecieron en el instante que el chico desistió. Lydia apareció con otra botella de vino en la mano y me percaté de que mi vaso estaba vacío. Pensaba que ya estaría durmiendo en mi apartamento y aquel chico sólo había insistido allí media hora. Lydia me sonrió con sus labios carnosos, untados de Red Russian. Entonces me lo contó, todo. Ahora era yo la puta, aunque fuese vestido en blanco y negro. Estaba húmedo, sudaba nervioso por aquella nueva compañía. Me tomé aquel trago mientras mi mano estuvo sobre su hombro y el vértigo desapareció. Guillermo de la Rosa estaba sentado, impaciente, frente a mí. Encajó el brazo hasta el fondo de uno de sus bolsillos, la espera fue eterna. Lentamente el antebrazo se descubría hasta la muñeca, y así hasta unos finos dedos que sostenían mi futuro. Él tenía la pasta en la mano, tres mil. Dejé el informe de La Pécora sobre la mesa. Los ojos de Guillermo se centraron en él y permanecieron así mientras me desvanecía lentamente hasta entrar en el ascensor Le imaginaba detenido, solo, en aquel despacho vacío, incapaz de creer en nadie. Salí a la calle, sentí aquel frío de nuevo. Entré al coche de Lydia. Había unos ciento ochenta mil bajo el asiento trasero. Su sonrisa... Mañana sería otro día.

LA MUJER DE LAS ZAPATILLAS AZULES



El comienzo de todo no era un misterio.

La imaginé caminando torpemente sobre sus zapatillas azules. Aquel era mi trabajo. Chaqueta de plata y rubio de bote. Tendría aspecto de tener veinte años, cincuenta años mejor. Una enorme sombra bajo sus ojos tras las gafas de sol, la cual ocultaba como su más preciada posesión. Le costaba mantenerse en pie mientras arrastraba al anciano que la acompañaba a su lado. El viejo no parecía saber dónde coño estaba. Un paso tras otro eso sí, firmemente agarrado a una mano femenina, acercándose un poco más hacia un lugar apartado. Los niños jugaban entre los árboles. Uno de ellos cruzó frente a mí, corriendo y gritando como un jodido poseso. Aquel chaval estaba fuera de sí. Las flores en mi mano se tambalearon. Tras el niño, sólo silencio. Se detuvieron junto a uno de los pequeños puentes de piedra que atravesaban el cementerio. Yo detestaba aquel lugar, húmedo y seco a partes iguales. Me limité, para hacer tiempo, a caminar lentamente por una de sus calles, centrando mi atención en todos aquellos rostros, fotografiados o esculpidos para tal fin. Sus representaciones componían una repulsiva mezcla de existencias que, ordenadas sin criterio alguno, me recordaban con desgana que la vida resultaba la única apuesta segura en esta especie de circuito infernal. Aquello me puso de mal humor y encendí un cigarrillo. Dejé las flores sobre un banco y me senté a su lado. Había una pequeña porción de hierba allí tirada bajo mis pies. Miraba el suelo. Vi pasar unas piernas, las de un tipo de mantenimiento, con aquel mono azul asomando sobre sus botas embarradas. Emitió lo que me pareció un chasquido con su boca, la saliva que le quedaba la escupió sobre la tierra en la que tenía fijados mis ojos. Pasó de largo tirando de sus piernas y tras ellas varios metros de goma tubular, hasta que desapareció de mi vista. El rastro que había dejado aquel tipo parecía el de una serpiente satisfecha por haber jodido decentemente. Toda aquella saliva extendida a través del surco sinuoso me recordaba que todas las mujeres habían llegado tarde a mi vida. Coloqué las flores sobre la hierba. Yo llevaba por allí casi una hora y Linda estaría al llegar. Por suerte, Linda era puntual. Su tía, Carole Delacroix, se había encargado de ello durante los años que habían vivido juntas. Carole y yo habíamos trabajado juntos en un par de ocasiones, por motivos de encargo, y el cliente siempre había estado más que satisfecho. Pero esta vez lo haría con Linda, pensé. Carole no estaría disponible en mucho tiempo y Linda había aceptado el trato amablemente. Decidí levantar mi culo y esperarla en la entrada, las flores no eran para ella. El funeral se celebraría en veinte minutos y tenía toda la información preparada. Mis clientes pagaban bien, y querían asegurarse de que todo fuese como la seda. Se dejaban una pasta en limpiar lo que ellos ensuciaron. Eran unos cobardes los cabrones, y yo una puta de encargo. A partir del primer cheque, tomaba el control. Y lo primero era hacerme con la información que aquella persona recibiría de ahora en adelante. Pondré como ejemplo a una mujer que vivía en mi misma calle —curiosamente siempre habitaban grandes ciudades, y aquello lo hacía todo más sencillo y rápido—. Aquella mujer era un prototipo, una ama de casa madre de un hijo único y casada con un borracho ocasional que soñaba con ganar la partida de póker perfecta que le permitiese dejar su trabajo de mierda y frecuentar otras putas, y más jóvenes. La mujer tenía un horario fijo desde hacía más de veinte años, leía a Corín Tellado a escondidas y ocasionalmente se permitía un vestido nuevo en la tienda que hacía esquina con el edificio donde yo estaba alquilado. El barrio estaba podrido, pero el alquiler me permitía frecuentar los bares cercanos sin preocuparme por esconder las apariencias. No deja de sorprenderme lo relativamente fácil que resulta conocer si una persona sabe lo que la hace feliz o no, y cómo trata de conseguirlo. Experimentar sus vidas haciéndome pasar por ellos no me llevaba más de un par de semanas, quizás menos. El comienzo siempre era el mismo, sentado en mi apartamento con una botella —normalmente de vino— a mi lado. Contestaba al teléfono casi de madrugada la llamada de una voz cobarde, que al día siguiente con suerte se presentaba con una foto de la víctima en una mano y dinero en la otra, y la seguridad plena de que sus fines rozaban lo heroico. Un encargo a seguir que me resultaba difícil no traspasar. Pasado aquel momento, me ocupaba de ello. En el caso de aquella ama de casa no tuve que trasladarme, aunque normalmente no me era necesario, con un ordenador portátil me bastaba. Los comienzos siempre resultan extraños, pero cualquier ser humano se habitúa pasado cierto tiempo al azar de su existencia. Sólo que, en este caso, me habían encargado adueñarme de él. Era una cuestión matemática, de círculos concéntricos, y mi estilo se caracterizaba por comenzar desde el más alejado de todos. Las matemáticas daban paso a la mecánica, era el trabajo sucio. La mujer tenía todo lo que yo necesitaba para comenzar a actuar: un teléfono móvil, una dirección de correo electrónico, y un confidente que confirmase sus expectativas. Atravesé la entrada del cementerio camino a la calle, no había rastro de Linda. El chico de mantenimiento estaba por allí sudando como un cabrón, haciendo su trabajo. Le pregunté por el bar más cercano y lo convencí para que me acompañase. Aquel tipo necesitaba un trago más que yo. Me dijo que debía regresar en media hora, porque había un entierro, y tenía que sujetar la escalinata que utilizarían los veladores para colocar el ataúd en su sitio. Después llegarían los yeseros, me dijo, para sellar aquel estropicio. Los familiares nunca estaban conformes con ellos, resultaba violento que unos tipos echaran cemento en un cubo para después levantar una pequeña pared entre la vida y la muerte. La media hora dio para mucho, y acabamos con una decena de cervezas entre lo dos. El bar era uno cualquiera, ni mejor ni peor que de costumbre. Servían a destiempo y cobraban por anticipado, se notaba que era el bar más próximo al cementerio, y que había gente que se moría por pagar su cuenta. El dueño era un gordo que estaba a punto de palmarla. Le habían cortado varios dedos del pié derecho, y apenas trabajaba con aquella excusa. Se sentaba con los clientes y se bebía unas cuentas cervezas mientras su hijo sacaba brillo a todo lo demás y daba de comer como podía a los pocos clientes que lo frecuentaban. Había un chico por allí que entraba en la cocina cuando le daba la gana y llenaba su plato con frutos secos de una gran bolsa de plástico, mientras su padre hundía en la máquina tragaperras las monedas que encontraba en sus bolsillos. El chico se zampaba los cacahuetes mientras aprendía combinatoria de tercer grado y se preguntaba por qué aquel antro no tenía una máquina de videojuegos. Aún así se mostraba atento en descubrir el puto aliciente de echar una moneda y esperar que la combinación te reporte beneficio, él se conformaba con depender de su destreza y que la partida que jugaba le pillase concentrado en la pantalla, y no en el borracho de la esquina al que todos miraban. Cuando regresamos al cementerio encontré a Linda esperándome apoyada en su Renault Clío de color blanco. Al menos me llevará de regreso a la estación de tren de aquel maldito pueblo en su coche, pensé. Terminar aquel trabajo sería fácil, pero la necesitaba para hacerlo bien. Linda resultaba perfecta y había teñido su pelo de rubio a petición mía. Llevaba un vestido largo, con tirantes descolgándose sobre sus hombros delgados y a juego con sus ojos negros. El tipo de mantenimiento había visto a la familia de la difunta colocarse en su sitio y salió disparado, sin molestarse en poner en pie la motocicleta en la que habíamos llegado y que ahora estaba tumbada sobre el asfalto. Miré de nuevo hacia la posición de Linda, que aún no se había percatado de mi presencia allí, y me entristecí al recordar que éste no era mi jodido funeral. Resultaba atractiva mientras se distraía ojeando sus papeles, con aquellas piernas, todo eran piernas que me hacían dudar si sólo habría un lugar donde meterla en el instante donde acababan. Metió sus papeles y la chaqueta dentro del coche. Yo había hecho bien mi trabajo, pero el asunto se había complicado. La mujer había muerto unas semanas después de haber finalizado el encargo. Mi cliente quería guardar las apariencias, prolongar la credibilidad de todo aquello haciendo que sus conocidos y familiares también fuesen partícipes de la feliz difunta. Por dinero me había convertido en varios de sus amantes pasados que deseaban continuar amándola, en un hijo que se arrepentía por haberse marchado de su lado, en las amigas que envidiaban secretamente ser como ella y se lo habían revelado un día cualquiera, en el anónimo desconocido que trabajaba en la taquilla de los multicines y que en ocasiones le regalaba un pase gratis para la siguiente sesión a la que apenas acudía nadie, en el viejo profesor de Literatura que reconocía su talento. Había condicionado su percepción de lo que la rodeaba durante los últimos diez meses. Ella había desperdiciado su vida resignándose ante los demás, y yo había recobrado todo lo perdido, al menos eso era lo que ella pensaba y lo único que importaba. Aquel era mi trabajo. Linda levantó la mirada mientras me aproximaba hacia su posición y sonrió. Llevas una mancha en el pantalón, me dijo, pero la camisa está bien. Atravesamos juntos aquella enorme puerta oxidada y que siempre estaba abierta. Los albañiles se habían marchado y el sacerdote, junto a la familia, desplegaba una breve oración por el ama de casa, el tiempo apremiaba. El niño que corría y gritaba frenético seguía por allí. Los otros niños parecían haberse marchado y él estaba junto a un árbol lanzándole piedras. Desde mi posición descubrí que intentaba alcanzar a un gorrión que descansaba entre sus ramas. El crío tenía al menos doce años, debería estar meneándosela por ahí en vez de molestar. El sacerdote puso la mano y se la llevó llena. La familia de la difunta no le puso mucho empeño al asunto, pero parecía que no podrían dar más aquellos pobres diablos. Todo muy ordenado, sin alzar los llantos cuando no venía a cuento y aguantando su leve ronroneo durante el tiempo que se consideraba oportuno. Linda estaba tardando más de la cuenta, pero era su primer cliente. El mío ni se había molestado en aparecer, al menos no estaba entre las trece personas que permanecían por decoro frente a la tumba de la mujer. Los familiares se marcharon de allí y ni siquiera me percaté mientras pensaba en Linda. Decidí buscarla y regresar a mi apartamento. Los familiares permanecían a la espera en la puerta de entrada, sin saber qué hacer, junto a sus lujosos coches. Regresé al banco donde había estado sentado y recogí las flores que había traído. Recordaba haber visto un jarrón que algún espabilado había desechado por tener la superficie desconchada, así que lo cogí y lo llené de agua hasta el borde. De vuelta dejé las flores sobre la tumba de Carole, y me detuve a esperar a Linda. Encendí otro cigarrillo. Las zapatillas azules asomaron al fin tras la esquina del pequeño puente de piedra. Sin duda, el viudo había agradecido el servicio. Linda no tenía prisa por cobrar sus servicios pero el viejo tenía problemas con su bragueta. Tironeaba sin éxito una y otra vez con sus dedos frágiles y con su prisa. Ella los detuvo, y él permaneció inmóvil. Su mirada fija en aquel suelo albero, revuelto de gravilla y millares de piedras grises.

El viejo encontró allí todo lo que tuvo, y todo lo perdió.