OCHO



Ahumados de pescado y carne descongelada y cruda, bañada en aceite. Ocho era pintor, uno que hablaba de estancia, de experiencias compartidas, préstamos y modelos que se integraban sin rubores a cierta poética orgánica sin privilegio alguno. En él se unían aquel sentimiento de culpabilidad con cierto aburrimiento por las formas visibles, la desidia de quien tiene todo el tiempo del mundo a su favor. Respetaba y creía en su libre albedrío. Si alguien cuestionaba su partida él le hablaba de lo tan cruel que resultaba la suya. Apenas se molestaba en levantar su mirada del vaso en que bebía. Tenía como pasatiempo cuestionar su tiempo, para después dejarse llevar por la futilidad de cualquiera de sus destinos inciertos, arrebatado por el placer que aquello le proporcionaba. Unas prostitutas habían parado su coche antes que el agente de policía que estaba por llegar. Había rechazado muchas invitaciones aquella noche y pretendía deshacerse del próximo inconveniente que se presentaba. Podía resultar para algunos un hecho un tanto peculiar en esta encrucijada temporal que hoy se denominaba cambio de siglo. Ocho se largó de allí con el maletero de su Ford goteando sobre el asfalto. Al llegar al aparcamiento del próximo antro de camino ocultó sutilmente la matrícula del coche que había robado. Se había convertido en lo que más había odiado: un alcohólico. Un borracho ejemplar que frecuentaba las calles a diario, exceptuando los festivos. Aquello no sería una regla fija, él elegiría cuándo y dónde, lo que resultaría casi siempre. El tiempo jugaba como su peor enemigo, pero Ocho apenas lo respetaba, desconociendo la difusión que representaba desde ayer por la tarde. Él dormía cuando lo necesitaba, no cuándo le habían enseñado a hacerlo, y aquello le había creado algún que otro malentendido. No había descanso día tras día en aquel infierno de habitaciones de hotel, arrepentido por cada justificación a su comportamiento, por hacerse valer frente a su propio día de hoy. Almendros en flor blanca adueñándose de las rocosas montañas cercanas a la costa que le vio nacer. No quería vivir hoy, quizás en otro momento, quizás mañana. Dudaba de la verdad, del cariño escondido de los que no negaba haber querido. Cartas de juego. Conductoras traseras. Monumentos gráciles, festivos. Como comer doce manzanas azules a la sincronía de un reloj a medianoche, la misma duda. Podía sentir esa sensación multitudinaria, lejana a su contacto diario. La humanidad, sin embargo, celebraba aquel acontecimiento que se repetía pocas veces. Llegado el momento se avecinaba el siguiente y no todos estaban preparados. El Ocho se descubría a sí mismo, con ambigüedad. Permisivo en sus derrotas y sus victorias por igual. Prefería un buen vino tinto sin decoro, algo que poder disfrutar sin un ritual incómodo donde poder descansar su culo. Todo estaba demasiado meditado para poder disfrutarlo en compañía. Ocho no podría detenerse a tiempo.

Mientras tanto, Sara fumaba un cigarrillo esperando al café hervir. Se había despertado sin prisa, retozando las sabanas rojas que iluminaban su cuarto oscuro al amanecer. Vestía unas zapatillas únicamente y al cabo de un rato las dejaba atrás. Un trago humeante era lo único que necesitaba. Le molestaban los detalles previstos de antemano. Una ocasión singular se convertía en su peor condena, regalada por lo presumible de una espera, paciente en su metamorfosis, limitada. Un espíritu dependiente que generaba una actitud suspendida en el vacío que más odiaba. La espera. El éxito de Sara había llegado demasiado pronto. Quién sabe si alguien más lo pretendería, y su naturaleza ahora lo añoraba con cierta cautela vespertina.

Ocho se echaría a dormir allí mismo, sobre la barra del bar, y esperaría a mañana.