LA MUJER DE LAS ZAPATILLAS AZULES



El comienzo de todo no era un misterio.

La imaginé caminando torpemente sobre sus zapatillas azules. Aquel era mi trabajo. Chaqueta de plata y rubio de bote. Tendría aspecto de tener veinte años, cincuenta años mejor. Una enorme sombra bajo sus ojos tras las gafas de sol, la cual ocultaba como su más preciada posesión. Le costaba mantenerse en pie mientras arrastraba al anciano que la acompañaba a su lado. El viejo no parecía saber dónde coño estaba. Un paso tras otro eso sí, firmemente agarrado a una mano femenina, acercándose un poco más hacia un lugar apartado. Los niños jugaban entre los árboles. Uno de ellos cruzó frente a mí, corriendo y gritando como un jodido poseso. Aquel chaval estaba fuera de sí. Las flores en mi mano se tambalearon. Tras el niño, sólo silencio. Se detuvieron junto a uno de los pequeños puentes de piedra que atravesaban el cementerio. Yo detestaba aquel lugar, húmedo y seco a partes iguales. Me limité, para hacer tiempo, a caminar lentamente por una de sus calles, centrando mi atención en todos aquellos rostros, fotografiados o esculpidos para tal fin. Sus representaciones componían una repulsiva mezcla de existencias que, ordenadas sin criterio alguno, me recordaban con desgana que la vida resultaba la única apuesta segura en esta especie de circuito infernal. Aquello me puso de mal humor y encendí un cigarrillo. Dejé las flores sobre un banco y me senté a su lado. Había una pequeña porción de hierba allí tirada bajo mis pies. Miraba el suelo. Vi pasar unas piernas, las de un tipo de mantenimiento, con aquel mono azul asomando sobre sus botas embarradas. Emitió lo que me pareció un chasquido con su boca, la saliva que le quedaba la escupió sobre la tierra en la que tenía fijados mis ojos. Pasó de largo tirando de sus piernas y tras ellas varios metros de goma tubular, hasta que desapareció de mi vista. El rastro que había dejado aquel tipo parecía el de una serpiente satisfecha por haber jodido decentemente. Toda aquella saliva extendida a través del surco sinuoso me recordaba que todas las mujeres habían llegado tarde a mi vida. Coloqué las flores sobre la hierba. Yo llevaba por allí casi una hora y Linda estaría al llegar. Por suerte, Linda era puntual. Su tía, Carole Delacroix, se había encargado de ello durante los años que habían vivido juntas. Carole y yo habíamos trabajado juntos en un par de ocasiones, por motivos de encargo, y el cliente siempre había estado más que satisfecho. Pero esta vez lo haría con Linda, pensé. Carole no estaría disponible en mucho tiempo y Linda había aceptado el trato amablemente. Decidí levantar mi culo y esperarla en la entrada, las flores no eran para ella. El funeral se celebraría en veinte minutos y tenía toda la información preparada. Mis clientes pagaban bien, y querían asegurarse de que todo fuese como la seda. Se dejaban una pasta en limpiar lo que ellos ensuciaron. Eran unos cobardes los cabrones, y yo una puta de encargo. A partir del primer cheque, tomaba el control. Y lo primero era hacerme con la información que aquella persona recibiría de ahora en adelante. Pondré como ejemplo a una mujer que vivía en mi misma calle —curiosamente siempre habitaban grandes ciudades, y aquello lo hacía todo más sencillo y rápido—. Aquella mujer era un prototipo, una ama de casa madre de un hijo único y casada con un borracho ocasional que soñaba con ganar la partida de póker perfecta que le permitiese dejar su trabajo de mierda y frecuentar otras putas, y más jóvenes. La mujer tenía un horario fijo desde hacía más de veinte años, leía a Corín Tellado a escondidas y ocasionalmente se permitía un vestido nuevo en la tienda que hacía esquina con el edificio donde yo estaba alquilado. El barrio estaba podrido, pero el alquiler me permitía frecuentar los bares cercanos sin preocuparme por esconder las apariencias. No deja de sorprenderme lo relativamente fácil que resulta conocer si una persona sabe lo que la hace feliz o no, y cómo trata de conseguirlo. Experimentar sus vidas haciéndome pasar por ellos no me llevaba más de un par de semanas, quizás menos. El comienzo siempre era el mismo, sentado en mi apartamento con una botella —normalmente de vino— a mi lado. Contestaba al teléfono casi de madrugada la llamada de una voz cobarde, que al día siguiente con suerte se presentaba con una foto de la víctima en una mano y dinero en la otra, y la seguridad plena de que sus fines rozaban lo heroico. Un encargo a seguir que me resultaba difícil no traspasar. Pasado aquel momento, me ocupaba de ello. En el caso de aquella ama de casa no tuve que trasladarme, aunque normalmente no me era necesario, con un ordenador portátil me bastaba. Los comienzos siempre resultan extraños, pero cualquier ser humano se habitúa pasado cierto tiempo al azar de su existencia. Sólo que, en este caso, me habían encargado adueñarme de él. Era una cuestión matemática, de círculos concéntricos, y mi estilo se caracterizaba por comenzar desde el más alejado de todos. Las matemáticas daban paso a la mecánica, era el trabajo sucio. La mujer tenía todo lo que yo necesitaba para comenzar a actuar: un teléfono móvil, una dirección de correo electrónico, y un confidente que confirmase sus expectativas. Atravesé la entrada del cementerio camino a la calle, no había rastro de Linda. El chico de mantenimiento estaba por allí sudando como un cabrón, haciendo su trabajo. Le pregunté por el bar más cercano y lo convencí para que me acompañase. Aquel tipo necesitaba un trago más que yo. Me dijo que debía regresar en media hora, porque había un entierro, y tenía que sujetar la escalinata que utilizarían los veladores para colocar el ataúd en su sitio. Después llegarían los yeseros, me dijo, para sellar aquel estropicio. Los familiares nunca estaban conformes con ellos, resultaba violento que unos tipos echaran cemento en un cubo para después levantar una pequeña pared entre la vida y la muerte. La media hora dio para mucho, y acabamos con una decena de cervezas entre lo dos. El bar era uno cualquiera, ni mejor ni peor que de costumbre. Servían a destiempo y cobraban por anticipado, se notaba que era el bar más próximo al cementerio, y que había gente que se moría por pagar su cuenta. El dueño era un gordo que estaba a punto de palmarla. Le habían cortado varios dedos del pié derecho, y apenas trabajaba con aquella excusa. Se sentaba con los clientes y se bebía unas cuentas cervezas mientras su hijo sacaba brillo a todo lo demás y daba de comer como podía a los pocos clientes que lo frecuentaban. Había un chico por allí que entraba en la cocina cuando le daba la gana y llenaba su plato con frutos secos de una gran bolsa de plástico, mientras su padre hundía en la máquina tragaperras las monedas que encontraba en sus bolsillos. El chico se zampaba los cacahuetes mientras aprendía combinatoria de tercer grado y se preguntaba por qué aquel antro no tenía una máquina de videojuegos. Aún así se mostraba atento en descubrir el puto aliciente de echar una moneda y esperar que la combinación te reporte beneficio, él se conformaba con depender de su destreza y que la partida que jugaba le pillase concentrado en la pantalla, y no en el borracho de la esquina al que todos miraban. Cuando regresamos al cementerio encontré a Linda esperándome apoyada en su Renault Clío de color blanco. Al menos me llevará de regreso a la estación de tren de aquel maldito pueblo en su coche, pensé. Terminar aquel trabajo sería fácil, pero la necesitaba para hacerlo bien. Linda resultaba perfecta y había teñido su pelo de rubio a petición mía. Llevaba un vestido largo, con tirantes descolgándose sobre sus hombros delgados y a juego con sus ojos negros. El tipo de mantenimiento había visto a la familia de la difunta colocarse en su sitio y salió disparado, sin molestarse en poner en pie la motocicleta en la que habíamos llegado y que ahora estaba tumbada sobre el asfalto. Miré de nuevo hacia la posición de Linda, que aún no se había percatado de mi presencia allí, y me entristecí al recordar que éste no era mi jodido funeral. Resultaba atractiva mientras se distraía ojeando sus papeles, con aquellas piernas, todo eran piernas que me hacían dudar si sólo habría un lugar donde meterla en el instante donde acababan. Metió sus papeles y la chaqueta dentro del coche. Yo había hecho bien mi trabajo, pero el asunto se había complicado. La mujer había muerto unas semanas después de haber finalizado el encargo. Mi cliente quería guardar las apariencias, prolongar la credibilidad de todo aquello haciendo que sus conocidos y familiares también fuesen partícipes de la feliz difunta. Por dinero me había convertido en varios de sus amantes pasados que deseaban continuar amándola, en un hijo que se arrepentía por haberse marchado de su lado, en las amigas que envidiaban secretamente ser como ella y se lo habían revelado un día cualquiera, en el anónimo desconocido que trabajaba en la taquilla de los multicines y que en ocasiones le regalaba un pase gratis para la siguiente sesión a la que apenas acudía nadie, en el viejo profesor de Literatura que reconocía su talento. Había condicionado su percepción de lo que la rodeaba durante los últimos diez meses. Ella había desperdiciado su vida resignándose ante los demás, y yo había recobrado todo lo perdido, al menos eso era lo que ella pensaba y lo único que importaba. Aquel era mi trabajo. Linda levantó la mirada mientras me aproximaba hacia su posición y sonrió. Llevas una mancha en el pantalón, me dijo, pero la camisa está bien. Atravesamos juntos aquella enorme puerta oxidada y que siempre estaba abierta. Los albañiles se habían marchado y el sacerdote, junto a la familia, desplegaba una breve oración por el ama de casa, el tiempo apremiaba. El niño que corría y gritaba frenético seguía por allí. Los otros niños parecían haberse marchado y él estaba junto a un árbol lanzándole piedras. Desde mi posición descubrí que intentaba alcanzar a un gorrión que descansaba entre sus ramas. El crío tenía al menos doce años, debería estar meneándosela por ahí en vez de molestar. El sacerdote puso la mano y se la llevó llena. La familia de la difunta no le puso mucho empeño al asunto, pero parecía que no podrían dar más aquellos pobres diablos. Todo muy ordenado, sin alzar los llantos cuando no venía a cuento y aguantando su leve ronroneo durante el tiempo que se consideraba oportuno. Linda estaba tardando más de la cuenta, pero era su primer cliente. El mío ni se había molestado en aparecer, al menos no estaba entre las trece personas que permanecían por decoro frente a la tumba de la mujer. Los familiares se marcharon de allí y ni siquiera me percaté mientras pensaba en Linda. Decidí buscarla y regresar a mi apartamento. Los familiares permanecían a la espera en la puerta de entrada, sin saber qué hacer, junto a sus lujosos coches. Regresé al banco donde había estado sentado y recogí las flores que había traído. Recordaba haber visto un jarrón que algún espabilado había desechado por tener la superficie desconchada, así que lo cogí y lo llené de agua hasta el borde. De vuelta dejé las flores sobre la tumba de Carole, y me detuve a esperar a Linda. Encendí otro cigarrillo. Las zapatillas azules asomaron al fin tras la esquina del pequeño puente de piedra. Sin duda, el viudo había agradecido el servicio. Linda no tenía prisa por cobrar sus servicios pero el viejo tenía problemas con su bragueta. Tironeaba sin éxito una y otra vez con sus dedos frágiles y con su prisa. Ella los detuvo, y él permaneció inmóvil. Su mirada fija en aquel suelo albero, revuelto de gravilla y millares de piedras grises.

El viejo encontró allí todo lo que tuvo, y todo lo perdió.