ESBOZO DE LA DICOTOMÍA DE UN MONSTRUO




Él, de nombre invisible, poseía unos atributos escarpados, hirvientes como un punzón en la región baja de la espalda. Inevitable mujeriego, monstruo redimido, poseía el irresistible encanto de los menos agraciados. Arrepentido, desgarrado por la soledad, permanecía en una situación siempre dominante, empujando entre gritos una insatisfacción imposible de colmar. Al borde de la quiebra, él bebía en exceso, siempre rodeado de mujeres, quizás deseando que alguna de ellas le esperase en casa. Un aire melancólico desplomaba el cielo tras de sí, situándolo al nivel de ojos de nuestro nombre protagonista, el cual apresura su lápiz para conservar esta belleza que escapa sobre el papel. Minutos más tarde sólo un borrón tiznado desciende sobre el polvoriento suelo, y unas letras que rezaban la leyenda “No me dejes querer, Dios”, junto a unos gotas secas de sudor. Alguien toca su hombro con relativa insistencia, llevaba horas sentado sobre aquel sillón…

Como bien imaginarán, él pegaba a las mujeres en sus ratos libres por alguna razón, por una vida hecha pedazos. Ella estaba entre dos hombres, y ninguno de ellos era él, sin embargo se veían cada día. Unos minutos más tarde, mientras pensaba sobre ello, todos le rechazaban mientras pretendían algo de él. Le colmaban de suspiros pretendientes a su favor y así se desenvolvía entre unos y otros, casi siempre en silencio. Se dispersaban entonces, y se reunían sospechosamente de nuevo a su alrededor, mientras nuestro Nombre no se permitía detenerse.

Un jardín románico de amplias fuentes y bancos de mármol, verdes degradados naturales, humedecía las horas que allí transcurrían, entre rojos celestiales que colmaban el vidrio y alimentaba la tierra. Dos bellas mujeres descansaban a su lado al unísono, mientras la mirada de él se eclipsaba tras las montañas, allá a lo lejos. Se desvestían al unísono para él también, y su corazón avivaba la noche que no tardaría en llegar. Un grupo de hombres se sitúan frente a ellos con excitante curiosidad por ver como acabaría aquello. Nuestro Nombre apuró su copa y desapareció en busca de otra instantáneamente, olvidando por el momento lo que acababa de ver. La mesa que sostenía las bebidas también servía de apoyo a una joven de pelo dorado, vestida con amplios vuelos sobre sus vaqueros gastados. Él sirvió su copa y la bebió detenidamente, observando a la chica solitaria. Ella apenas se esforzaba en desatenderle, mostrándose aburrida ante tal compañía ocasional. Tampoco se interesaba por aquel niño gordito de rizos caídos que revoloteaba por los alrededores, y que era el único hijo de productor teatral que los había invitado. Una mujer que rondaba los cincuenta, de corto pelo cano y tatuajes que coloreaban aquella carne descubierta le tomó del brazo y lo sacó de allí. Ambos se sentaron a beber sobre las escalinatas que daban acceso al nivel superior, donde dos estatuas angelicales abrían paso al laberinto floral del jardín. La mujer estaba echada hacia atrás acariciando su cabeza, en busca de cierta brisa ausente aquella tarde de verano. Uno de los dedos de su mano derecho acababa de ser sesgado por una comentario afilado y de allí goteaba escasamente algo de sangre fresca, ahora descendiendo sobre sus cejas casi ausentes, después sobre sus párpados. Mientras, él contemplaba a algunos que atragantaban, no muy lejos, su estómago con delicias calientes y sólidas, afortunadamente representaban una escasa minoría. Decidido a dejar de contemplarlos, por lo hiriente de tal visión de extremada crudeza, se adentró en el laberinto, solo. La chica de vaqueros gastados entró tras él, con un vaso en cada mano, mientras una brisa repentina arremolinaba los vuelos de su tirante vestido.

— ¡Cielo, que se te pasa el perro!

El niño gordito continuaba comiendo, y lo decía bien claro entre bocado y bocado.

— Dos moscas son amigas, en serio. Porque caminan juntas buscando algo que comer. Una gelatina verde que se mueve, sola.