BAR DE PROVINCIAS



Había aceptado trabajar junto a mi propia hija. Siempre vestida de negro, con aquellos enormes ojos castaños bajo un flequillo sesgado de ternura. Pequeña y valiente se sentaba frente a mí, éramos los últimos que permanecían junto a la barra de un bar de provincias. Ella había comenzado a temblar de frío y yo me alejé unos centímetros más, nuestras copas resaltaban vacías y me apresuré en pedir otra ronda. El camarero se sirvió otra para sí mientras prolongaba nuestro servicio. El teléfono del bar sonó varias veces y se interrumpió enseguida. La miré sin disimulo, necesitado de ella.

—Espera a que él me llame. Cavará su propia tumba si no lo hace.

Ella jugueteaba con un mechero prestado, sin prisa, entre sus dedos. Lo golpeaba contra el muslo mientras su pierna descendía una y otra vez bordeando el frío metal sobre el que descansábamos. Merecíamos aquello. A la mañana habíamos sido testigos de unas extrañas muertes en el zoo donde trabajábamos a media jornada. Un elefante había sido atormentado por una toxina mortal y una cabra había aparecido ahorcada con la soga a la que permanecía atada. Sus enormes ojos castaños aún resultaban vidriosos. Nosotros no habíamos compartido nada.

—Tengo mucho frío. Vámonos de aquí.

—Pediré una botella— Cogí su chaqueta y la coloqué sobre sus hombros desnudos. Metí la mano rápidamente bajo la barra justo cuando el teléfono del bar comenzó a sonar de nuevo. La puerta de aquel antro de provincias chirrió tras nosotros.

Una ciudad de paso, en la que siempre nos quedábamos, cada uno en nuestro lado. Al menos esta noche teníamos un par de botellas bajo el brazo. No recordábamos nada, la noche anterior había sido dura. Yo estaba allí por ella, y no sabía ver más allá de mi propia mentira. ¿Acaso no era esto una satisfacción? Sólo una persona podía cambiarlo todo, mientras nos manteníamos suspendidos sin horizontes que otear. Distracciones fáciles, desprovistas del sentido de lo bello. Se adecuaba a la gente, los satisfacía olvidándose de sí misma, asumiendo tal condena. Conforme, yo forzaba esta lucha pasajera a la que no me dispondría a renunciar hasta descubrir sus límites. Estaba agotado y mi espalda, ya curvada, reposaba cansada sobre este aire humeante y desconsiderado ante la belleza raída que dejábamos atrás a cientos de kilómetros por hora. Secuencias sucedidas y carentes de significado, lentas y espesas. Detestaba estas horas que compartíamos juntos, con gusto las hubiese arrojado al abismo del olvido, cayendo suavemente, reflejadas por mis entrañas manchadas de sus abrazos ya perdidos. Ya no era su padre. Habían pasado años desde que no la veía y pensaba que aquello podría ser permanente. Nuestros encuentros se habían reducido hasta anularse por completo. Amante de la discordia, nos había conducido a un callejón sin salida, donde yo habitaba mis noches a la hora de cierre. Su desnudez resultaba oceánica entonces, y luchaba contra mi memoria ilimitada, por nublar su rostro, detestando entonces su mandato y retrospectivo mal humor con el que siempre decidía acompañarme, minimizando nuestros esfuerzos de convertirnos en héroes encadenados sobre sus tumbas, como florecientes luces desprovistas del sentido de lo bello. Compartía entonces su discordia mientras su ángel la visitaba a destiempo. Aquel balcón con vistas a lo inaccesible e inacabado. Finalmente querría abandonarlo todo y asesinar su tiempo, por miedo a que la sobreviviese. Atrás sus afectos, atrás todo.

Mientras salíamos de aquel bar de provincias, yo me adentraba en mí mismo., descubriendo una gran verdad, que resulta también mentira.