LA FOSA COMÚN


“Ellos no querían abrir la tumba…”


Hoy era el día. Guillermo de la Rosa tenía todo el dinero en sus bolsillos, y los de este tipo le vestían por completo. Estaba forrado de los pies a la cabeza por montones de ellos, el cabrón. El tipo era todo bolsillo de seda en los que ya no entraban ni la lealtad ni su enorme nariz. Tenía un narizón descomunal, fabuloso, como de un palmo al menos, más grande que su diminuta polla ahogada entre sus piernas cruzadas, seguro, con aquel cigarro de mierda que se le apagaba cada dos por tres, siempre entre sus manos. Invertía en obras de arte siempre por recomendación ajena y le iba bien. No tenía ni puta idea de arte, pero tenía pasta. Aquel maldito sitio donde vivía te recordaba que el pobre hombre tenía que estar loco—podría haber residido en una mansión fantasmagórica o simplemente tener a algunos invitados gorrones de vez en cuando, pero éste no era el caso del paraíso artificial al que acababa de entrar por la puerta delantera. Guillermo de la Rosa vivía su soltería en la tercera planta de un edificio residencial para podridos de su especie. Tenía el pelo blanco y por costumbre cenar un cangrejo todas las santas noches. Se sentaba en la mesa con su estúpida sonrisa, se quitaba las gafas e inclinaba sus ojos hacia su derecha. Cogía aquel trasto de madera tan exquisitamente impoluto con su mano limpia y machacaba la vida que tenía delante, justo por el medio. Una red de grietas se expandía entonces en su superficie, dejando la carne al descubierto. La base del plato estaba llena de whisky aunque su copa permanecía vacía. Con una servilleta limpiaba el borde chorreante de sangre deshidratada. Sacaba unas cerillas de sus gigantescos bolsillos y la utilizaba para prender fuego al plato. Le colocaba una tapa metálica con forma de campana y lo cocinaba durante varios minutos. Se encendía un cigarrillo y se servía una copa de ginebra seca. Grandes ventanales, cortinas negras, una cúpula de cristal recubriendo el techo, ese tipo de mierdas de lujo. Vasos vacíos, traseros cómodos, chicas esperando tras la puerta y unos pantalones que no abrochaba desde dios sabe cuándo. Guillermo había tenido mucho éxito entre las mujeres que poblaron su juventud, a pesar de su oscuro rostro, y todas ellas precedieron a su imperio. Desde entonces, él vivía solo. Yo llevaba varios días sin probar bocado por simple inapetencia, me mantenía bien con un par de cafés y varios gramos de polvo, pero pensaba que mi apetito regresaría. El espectáculo inmóvil que contemplaba casi me revienta las ganas de volver a comer de nuevo. El tipo se lo montaba bien. Le gustaba trinchar la carne lentamente, escuchar el crujido del esqueleto atravesado. Con un rápido movimiento de cirujano introducía aquella carne muy dentro, sin dejar rastro en su boca torcida ni en su impermeable bigote. Se contorneaba satisfecho después de cada bocado. Guillermo de la Rosa restregaba sus sudorosas manos por el pantalón. Repetía el proceso, repetía el proceso. Era el anfitrión perfecto, y seguramente me obligaría a robarle alguna botella de aquel rojo celestial antes de marcharme. La copa que sostenía también me la llevaría, pensé, era pura poesía, un trago considerado. Olvidé que yo no fabrico bolsillos y que tampoco tenía ninguno conmigo donde ocultar todo aquello. Guillermo de la Rosa era propietario, entre otras cosas que ahora no interesan a nadie, de varios bares y restaurantes de la ciudad. Yo le entregaba un informe cada semana, y en él describía lo que mi jefe me pedía observar. Su hocico y su pitillo carraspearon y abandonaron la mesa presumidos. Los acompañé hasta un amplio despacho en el que ni siquiera había asientos, ni libros, sólo una mesa en el centro de la habitación fabricada con algo que parecía madera o alguna otra víctima parecida, y un teléfono descolgado sobre ella. Ni siquiera había una ventana o una rejilla que permitiese la entrada de aire limpio. Me pagaba bien por estar allí y no le habría importado que llegase tres horas tarde con sus respuestas bajo el brazo. Era sábado por la noche, y no tenía un plan mejor que cobrar mis honorarios y marcharme de la ciudad. Había llegado a un trato conmigo mismo y me dedicaría a refugiarme un tiempo. Yo sabía que los camareros de aquel antro llamado La Pécora, dónde me había mandado a olisquear, no le estaban robando. No todos ellos, y no de todas las formas posibles que alguien como yo podría observar. No podrían pagarme mejor que su jefe por mi silencio, pero no me habían cobrado ni una sola cerveza durante aquella semana. Nos enchufábamos juntos hasta los cambios de turno y nos cuidábamos del resto de la ciudad hasta la llegada del amanecer. Buenos tipos todos ellos, excepto el hombre hermético, un gorila del tamaño de un infierno que no entonaba con el desprecio que el resto me ocultaba. Estaba bien entrenado en cobrar más de la cuenta y lo revelaba como un niño que no sabe muy bien lo que hace. Descubrí que él también era un informador y lo descarté enseguida por aburrimiento. La clientela era otro asunto. Un antro con clase, donde todos hablaban de lo que creían era todo, un nido de soplones. El que dijo que mientras se escribe no se puede vivir debía de ser una de aquellas putas enfrascadas en su mierda continental, a mi lado ahora, a las que dejaría ponérmelo fácil antes de gastar mi saliva en ellas. El adonis no sabía donde coño estaba y no paraba de mover la cabeza, sudando espanto en aquella camisa marrón a rayas, mientras intentaba centrarse en el trasero de su compañera de barra. Aquellos cabrones pensaban que estaba sordo y me limitaba a mantener mi mirada baja, y mis labios humedeciéndose en la copa. Un poco de polvo me sentaría cojonudo, pensé, y eso es lo que haría tras cerrar la puerta del baño desde dentro. Estaba claro que un trabajo cualquiera era válido, y todos lamían como posesos. Al regresar a mi asiento había aparecido un ángel de largo pelo negro y mirada curiosa, pero me había confundido con otro. No conseguí articular palabra, pero hubiese llorado todos mis pecados frente a ella antes de marcharme. Desconfiar de ella se convertiría en la mayor equivocación que he cometido hasta el momento y algún día se lo contaría al oído. Por ahora respetaba su distancia y respondía únicamente lo que ella debía saber. La encargada de la barra era como una hermana, como eyacular en las manos de un desconocido. Me cortaría los oídos sin pensarlo, pero mañana todo esto no tendría sentido. Me despertaría muerto de nuevo, y no sabría cómo acabar con esto. Pasadas varias horas el ángel se había marchado. Sólo estábamos tres allí dentro pero parecía que apenas había espacio. Me quedé a solas con la encargada tras desechar al hermético enfundado de pestilente cuero bajo la lluvia, y ambos cerramos el antro antes de despedirnos. Había acabado con la primera de siete noches, y ahora que lo pensaba yo tenía todas las de perder. La siguiente noche no tenía ganas de escribir, así que me centré en averiguar si alguien se follaba a la camarera. Aquellas tetas debían complicarlo todo hasta el exceso. Algunos clientes maquillados al final de la barra no estorbaban. Una tríada se sentó a mi lado. Sólo turistas hoy hasta las dos de la madrugada. La tríada persistió en escuchar mi historia, aquella que daba comienzo en el mismo lugar donde había acabado. Me concentré en encender un cigarrillo y pedir otra copa donde expulsar el humo una vez vacía. La tarde había olido a hierbabuena y a cabrones presuntuosos, que se fumaban su hash mientras comentaban el suplemento de cualquier periódico. Jodidas estrellas sin fulgor alguno, creyéndose dignos de soportar su calvicie y de hacer preguntas indiscretas. Estilo libre, y una mierda. Obviaban la naturaleza salvaje, las otras gentes buscándose a través de las ciudades, prodigando su desdicha ante los indefensos. El camarero no me sirvió un trago en un buen rato y aquello estuvo a punto de acabar conmigo. Sus amigos bebían como lactantes en paro. O me partían la cara o me conformaba con la escarcha sobrante. Reina de tréboles y el resto sólo son aperturas de mi cuaderno. Me dejaba entonces embriagar por un dilema y su nueva faceta de chantajista. No quería que ella se fuese, mierda, me estaba volviendo un sentimental. A la segunda noche ya la eché de menos y aquel bar perviviría durante algunas horas más en una vorágine absoluta. Me sonrió de reojo al pasar a mi lado. Dejó una cerveza abierta junto a mí y se marchó pensando en lo que le esperaba al llegar a su apartamento. Me distraje bebiendo mientras vomitaba un poema sin futuro, pero cargado con todos ellos y listo para detonarse desde la recámara de mis pensamientos. Alcohol y destiempo. Liquido acuoso en sus vasos y sorbos descarados a los pechos de la sirvienta tras la barra, palabras condescendientes después. Ella los tenía en su sitio y hacía con ellos lo que quería, caprichosos y malcriados de sonrisas precoces mientras sus tristes hijos permanecían en la habitación de al lado, oyendo la saliva de su madre crujir entre gritos de quiero follar al llegar a casa. Era la hora del cierre. Al terminar la jornada de la cuarta noche me invitan a cenar en su mesa, invitación que yo rechazo por costumbre. Mi plato regresaba envenenado y volverían a intentarlo la noche siguiente. Salí de allí sostenido por los edificios que comenzaban a asomarse tras la neblina del alba. Yo había cambiado de estilo y ahora me centraba en lo que los desamparados se empeñaban en gritar a las calles vacías. A la tarde siguiente todo se transformó en inmediatez. La encargada de La Pécora se había enfundado su traje de viuda. Un velo plástico casi volátil cubría sus preciosos ojos azules. Sospechaba, ahora detenido frente a una rosa blanca enganchada a su largo pelo negro, que Lydia sería la causante de mi muerte y que su proposición me extinguiría. Durante toda la tarde nos miramos fijamente a intervalos de ciertos segundos. Nadie aparece por el bar. Observo al ángel respetuosamente, con relativa timidez, mientras vacío una botella de rojo celestial. Durante una hora no cesa de hablar, una charla intrascendente repleta de vacío. Unos minutos más. Sus mejillas enrojecidas adelantaban lo que estaba a punto de suceder, y sus lágrimas me convencieron torpemente. Prefería mostrarme excéntrico con tal de no relatarle la verdad. Un recuerdo me sobrevino ansioso, una noche en la que perdimos nuestro rumbo a través de un sendero desértico y fuimos guiados por un sucio perro durante cinco o seis kilómetros. Aquella noche sentí el mismo frío helado, el mismo que sentía ahora frente a Lydia. Abrió otra botella para mí, y se dirigió al almacén. En ese momento entró alguien, el amante de Lydia. Era un chico bien parecido, rondaba los treinta, muy bien hecho. Me preguntó por ella y respondí que no la había visto por allí. Un tipo excesivo, difícil de sobrellevar. Seguía bebiendo mientras el chico esperaba en pie, a mi lado, a quien quiera que fuese. Los ojos de Lydia asomaban al fondo, a través de un pequeño ojo de buey oculto, fijos en el chico. Desaparecieron en el instante que el chico desistió. Lydia apareció con otra botella de vino en la mano y me percaté de que mi vaso estaba vacío. Pensaba que ya estaría durmiendo en mi apartamento y aquel chico sólo había insistido allí media hora. Lydia me sonrió con sus labios carnosos, untados de Red Russian. Entonces me lo contó, todo. Ahora era yo la puta, aunque fuese vestido en blanco y negro. Estaba húmedo, sudaba nervioso por aquella nueva compañía. Me tomé aquel trago mientras mi mano estuvo sobre su hombro y el vértigo desapareció. Guillermo de la Rosa estaba sentado, impaciente, frente a mí. Encajó el brazo hasta el fondo de uno de sus bolsillos, la espera fue eterna. Lentamente el antebrazo se descubría hasta la muñeca, y así hasta unos finos dedos que sostenían mi futuro. Él tenía la pasta en la mano, tres mil. Dejé el informe de La Pécora sobre la mesa. Los ojos de Guillermo se centraron en él y permanecieron así mientras me desvanecía lentamente hasta entrar en el ascensor Le imaginaba detenido, solo, en aquel despacho vacío, incapaz de creer en nadie. Salí a la calle, sentí aquel frío de nuevo. Entré al coche de Lydia. Había unos ciento ochenta mil bajo el asiento trasero. Su sonrisa... Mañana sería otro día.